«El imperio comanche»

Llegaron en pequeñas oleadas desde el norte. Aprovecharon los pasos de las montañas Sangre de Cristo para alcanzar las tierras del sur. Se habían separado del tronco de los shoshone, posiblemente buscando bisontes y caballos. Los primeros que se toparon con ellos fueron los utes y pese a las palabras que utilizaron para nombrarlos, “el que siempre quiere pelear”, “el que siempre se opone”, no tardaron en hacer las paces sellando una unión que modificaría toda la geopolítica en los territorios del sur, esos que limitaban con las extensas praderas, entonces ocupadas por un conglomerado de grupos apaches que eran semiagrícolas, y al sur con Nuevo México y Texas, bajo el dominio español.

Los primeros registros de que algo anómalo estaba ocurriendo en la frontera más septentrional del Imperio Español datan de 1706. Solo diez años más tarde, la alianza de los Utes y de los que después serían conocidos como comanches, numunu para ellos mismos, asolarían el oeste de la Apachería y todo el norte de las posesiones españolas con continuos asaltos buscando caballos y armas, esclavos y alimentos. El precario equilibrio español estaba a punto de derrumbarse.

Hace muchos años que leí este ensayo, El Imperio Comanche, escrito por un historiador finlandés de nombrecito casi impronunciable: Pekka Hämäläinen. En estos días me he visto casi en la obligación de releerlo tal asistir a un cúmulo de idioteces “supuestamente históricas” en las redes sociales.

Algunos aprovechan la historia para hacer ideología, olvidando que los sucesos históricos tienen su propia idiosincrasia. Poner unos documentos de alianza entre comanches y españoles (con los nombres indios castellanizados) para arremeter ante la violencia de los angloamericanos auspiciando las bondades patrias y el integramiento que tuvieron es no tener ni puñetera idea de historia; o algo incluso peor: utilizarla, sola y exclusiva, para tus espurias intenciones.

El acuerdo tal existió, pero no fue tal y como se cuenta. Es más, no fue el único. Al igual que también existieron acuerdos y alianzas con los apaches; unas veces para luchar contra los comanches, y otras para intentar exterminar a los apaches, según la necesidad soplase. El imperio español en los territorios del norte adoleció casi siempre de financiación y cuando la tuvo se desperdició en misiones muy alejadas para ser efectivas y en multitud “de regalos” hacia los comanches para “comprar su paz” y evitar el saqueo. Ni uno ni lo otro fueron muy efectivos.

Tras la llegada de los comanches y la alianza con los utes aconteció un periodo de treinta años en los que los comanches, mejor preparados y con más caballos, exterminaron la Apachería del norte: apaches jicarillas, palomas, carlanas, cuartelejos, etcétera, sufrieron no solo la invasión de sus rancherías (la mayoría de ellos tenía una economía semiagrícola adaptada de los indios Pueblo), sino que no contentos con esos esclavizaban a sus mujeres y niños. Luego los vendían en las ferias de los pueblos de Nuevo México y Texas, ante la pasividad de las autoridades españolas, que sobre el papel tenían la esclavitud prohibida, pero que en realidad se lucraban con ella en mano de obra barata, tanto para las minas de Zacatecas y otras regiones, como para las haciendas de los nobles. Hubo hasta envío de esclavos apaches a las lejanas plantaciones de tabaco de Cuba, así que imagínense.

El enfrentamiento entre los comanches y apaches fue de una violencia sin parangón. Y detrás de ello no solo existía rencillas mutuas, sino la búsqueda y control de los enormes pastos para los bisontes y los caballos que tenían entonces los apaches. Y no solo eso: conquistar y poner en fuga a los apaches abría las puertas al maíz y las verduras de los indios taovaga y a todas las manufacturas francesas del otro lado. Tal y como señala el historiador finlandés: “fue una guerra por la posesión de los hidratos de carbono”. A tal punto llegó la desesperación que algunos apaches solicitaron ayuda a los españoles y prometieron incluso “recibir las aguas del bautismo”. España se pensó mucho cómo actuar. Por una parte, le interesaba esa alianza apache-española, sobre todo para frenar las ansias de expansión de los franceses desde sus puestos comerciales en la Luisiana (que posteriormente fue incluso española durante un pequeño periodo de tiempo). Tanto se lo pensaron que incluso mandaron algunas expediciones para ver qué se estaba cociendo en la frontera norte.

Las expediciones mostraron la verdad del asunto: los comanches dominaban y exterminaban al resto de pueblos indígenas a su antojo, y los españoles no tenían recursos suficientes para frenarlos. Para colmo, los apaches del sur (faraones principalmente —mescaleros para hacernos entender—), aposentados en sus recónditas rancherías de las Montañas Sandía, visto lo que les estaba ocurriendo a las otras naciones apaches comenzaron a convertirse en auténticos guerrilleros que en pequeños grupos asaltaban los ranchos y las haciendas del norte y el este de Sonora, de Chihuahua, Cohauila, etcétera, buscando caballos, ganado, armas y comida, ya que habían perdido el acceso a las praderas y al comercio de la caza de bisonte, aparte de todas las verduras que comerciaban con las naciones apaches del norte, lo cual era primordial para casi todos los pueblos de la zona para su propia subsistencia.

Al final, tras algunas decisiones contra los comanches que solo empeoró la situación española, Tomás Vélez Cachupín, tanto en su primer mandato como en el segundo, se vio obligado a firmar la alianza, pero no con los apaches, sino con los comanches, buscando poner freno a las acometidas apaches del sur, y, al mismo tiempo, un periodo de paz para los pueblos de Nuevo México, que se habían visto asaltados por los comanches tras prohibírseles comerciar en sus ferias. Esa es la verdad del asunto. España no firmó una alianza con los comanches por “sus buenas intenciones morales” y “porque respetase a las naciones indias más de lo que luego lo hicieron los angloamericanos”, es decir: nada, eso es una patraña como una casa, sino porque la situación de las posesiones españolas en Nuevo México era tan precaria que los comanches si se lo hubiesen propuesto podrían haber expulsado a los españoles; y también porque el asalto tan al sur de unos cada día más desesperados apaches estaba desequilibrando la situación en el mismo corazón de la Nueva España. Lo hizo por pura necesidad estratégica y de supervivencia. No hay más.

En Texas tardó mucho más en llegar la paz. Puesto que los colonos y los apaches lipán habían llegado a un acuerdo para defenderse mutuamente de las acometidas comanches. Eso desembocó en una mayor ira de los comanches que asaltaron y quemaron todo lo que pudieron, incluidas misiones aparentemente bien fortificadas. Al final, los apaches lipán huyeron hacia el sur y los españoles volvieron a llegar a un acuerdo con los comanches de no agresión y comercio mutuo. Tan enormes eran las caballadas y la carne de bisonte y las cabezas de ganado y los esclavos que los comanches poseían que económicamente tanto Nuevo México y la Texas española no hubieran podido sobrevivir “sin sus mercancías”. Es más, los habitantes de estas dos regiones, llamémosle Provincias Internas según una nomenclatura de la época, preferían en la mayoría de las ocasiones negociar y tener las puertas abiertas a los comanches que a las propias tropas españolas. De ahí nació una colaboración mutua y una mezcla racial y socioeconómica (sobre todo en Nuevo México) del que derivaron en lo que posteriormente se vino a llamar “los comancheros”.  Esa es la verdad del asunto. Se habían convertido en dependientes “del poder comanche”. Y estos asaltaban y negociaban según sus propios intereses. De hecho, cuando llegaron los comerciantes americanos a los antiguos puestos avanzados de los franceses proporcionaron mejores armas a los comanches de las que tenían las propias tropas españolas; a cambio los comanches ofrecían lo que tenían en abundancia: caballos, ganado, pieles de bisonte y todo lo que conseguían en sus ataques relámpagos. No era raro que tanto en Taos como en otras ferias de Texas y puestos comerciales los comanches vendiesen los mismos caballos que les habían robado. Sus caballos propios jamás entraban en el negocio, puesto que eran como de la familia y eran mimados y mezclados para obtener las mejores caballadas.

El ensayo va mucho más lejos de lo que yo lo voy a hacer en esta reseña: abarca toda la historia de la Comanchería, con momentos de absoluto dominio y otros menos afortunados, ya que al depender de los bisontes y de los caballos cuando los bisontes comenzaron a quedar diezmados, parte sobreexplotación india, parte divertimento del avance civilizatorio, o cuando llegaron periodos alargados de sequía y la hierba no brotaba con su habitual fuerza en las praderas, su economía sufría muchísimo. Las epidemias de viruela y de cólera hicieron el resto.

Cuando los americanos llegaron para aposentarse y arrebatarles sus territorios los comanches no eran ni sombra de lo que antes habían sido. En sus mejores momentos se calcula que la población comanche podría haber superado los cuarenta mil habitantes. No se cree que cuando comenzó la expansión americana quedarán más de cinco mil. Eso sí, conocieron un pequeño renacimiento a mediados del siglo XIX, que casi da por traste a todos los habitantes de Texas y a todos sus caballos, pero fue solo un pequeño fulgor de lo que habían sido en antaño.

Los americanos tuvieron mucha suerte de encontrar tanto a los comanches como a los apaches muy diezmados por siglos de violencia y por las terribles epidemias y patógenos occidentales que asolaron a los pueblos indígenas. Una cosa parecida pasó en el norte con “los temibles” Pies Negros, tanto a los americanos como a los canadienses, pero esa es una historia que tal vez rememore en otra reseña, porque tuvo un contenido de heroicidad y épica que solo puede equipararse a lo vivido por los últimos apaches libres.

No hagan caso de los que utilicen la historia para soltarles su rollo interesado e ideológico. Su panfleto y su basura. La historia es tal y como es y la naturaleza humana siempre ha sido capaz de lo mejor y de lo peor. En todas las latitudes y en todos los siglos. Nuestro planeta está cubierto de sangre y de asesinatos, de vergüenza y oprobio en toda su extensión, y al mismo tiempo de actos heroicos y desprendidos, de creatividad y de arte. Y así será hasta el final de nuestros días sobre la tierra.

Nuestro progreso tecnológico nada tiene que ver con el progreso emocional de los seres humanos. Básicamente seguimos siendo los mismos idiotas que hace miles de años. Y no hay esperanza alguna que en el plano colectivo avancemos demasiado. Eso sí, nuestra capacidad para la supervivencia y la aniquilación está más que demostrada a lo largo de la historia. A saber, qué será de nuestro futuro. No esperen demasiado de los descendientes de esos monos presuntuosos que se izaron hace ya «la tela marinera de un mogollón de años». A pesar de estar “alzados y en pie” todavía no hemos sabido abrir los ojos en derredor, más que para satisfacer nuestros propios deseos.

Hasta otra.

«El libro de nuestras ausencias», de Eduardo Ruíz Sosa

Le costó mucho comprender, después de un tiempo, que lo que buscaba no era un cuerpo, era una voz

monstruo la voz

que puede vivir sin palabras

que no es

ni carne ni ausencia de carne

es un músculo, nos llama sin lengua ni dientes, camina con nosotras sin tocarnos no es un eco sino una sombra viva ellos la voz y nosotras el cuerpo que sigue vaciado como un caracol pero muerto

si nada queda del cuerpo, ¿qué hacemos?

Un desaparecido es una voz sin cuerpo, decía la primera

rastreadora;

y que los ausentes dejan rastros

Ellos mismos son un rastro, es verdad, pero todos vamos llenos de objetos siempre, cargamos con enseres y utensilios, las llaves de la casa el teléfono un encendedor de metal que dura más que los rasgos de la cara el reloj o los zapatos o los calzones o un pendiente que se desprende de la oreja con

la sequedad de la tierra

son cuerpos lo que deseamos, decía

pero hay que aprender a buscar lo otro

porque hasta el recuerdo se corrompe

De un tiempo a esta parte vengo escuchado y leyendo cosas muy positivas de un escritor mexicano llamado Eduardo Ruíz Sosa. Un escritor relativamente joven (nació en el 83, en Culiacán) y actualmente reside en Cataluña. Hasta el momento ha publicado tres libros en nuestro país: “Anatomía de la memoria”, que nació gracias a la beca de creación literaria Hans Nefkens, editada en Candaya; el libro de cuentos “Cuántos de los tuyos han muerto”, también en Candaya; y esta novela que nos ocupará hoy, “El libro de nuestras ausencias”, una vez más editada en Candaya, y mi primer acercamiento lector a este singular autor.

Lo primero que hay que decir sobre esta novela de casi quinientas páginas es que va sobre la violencia del norte de México. Un tema que se ha tratado en numerosos libros y que casi ocupa un género en sí mismo. Sin embargo, por el tratamiento de la prosa y los delgados hilos de ensamblaje que ha utilizado, podría asegurar que es uno de los libros más originales que se han escrito sobre el tema.

Es difícil ser original en estos tiempos; pero aún más difícil es innovar en el lenguaje, porque lo que primero llama la atención es su prosa, sin puntos y quebrada, en un ejercicio sostenido de aliento lírico, en el que los tiempos históricos se van mezclando a través de voces de lo que no son personajes al uso, sino fantasmas y muertos, (en realidad, si se pone a uno a pensarlo, todos los personajes literarios son siempre fantasmas, en todo caso, como mucho, proyectos de esqueletos verbales; títeres del hilo de las obsesiones; espantapájaros sin tanta energía vital como la de ese magnífico cuento de Nathaniel Hawthorne), ausencias en definitiva, en lo que sin duda podría catalogarse de poema en prosa. ¿De qué manera se podrían manifestar los ausentes sino con esta prosa fragmentada, profunda y quebradiza, como pequeñas lajas que arrastra la corriente del tiempo? Su estilo es tan avasallador que las imperfecciones que puedan asomar a la novela quedan aplastadas.

El hilo del tiempo no transcurre al uso de lo habitual en la narrativa, sino que se entremezcla en la búsqueda de los desaparecidos, y lo mismo asistimos a una pequeña inmersión histórica del pasado novohispano que a tiempos más reconocibles y modernos. Lo que se trata de lograr es dar voz a esa cantidad de ausentes y asesinados; no nos olvidemos de los feminicidios, las víctimas del estado y las de los narcos, en una radiografía de la violencia que supera los siglos en un auténtico torrente de sangre. Y todo eso aliñado en una tradición literaria que sigue profundizando en la particular relación que establecen los escritores mexicanos con la muerte, léase a Juan Rulfo, Elena Garro, Octavio Paz, Agustín Yáñez, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, Jorge Ibargüengoitia, Roberto Bolaño (que no era mexicano pero vivió parte de su juventud allí),  y los maravillosos y no muy conocidos por el público europeo Gerardo Cornejo y Jesús Gardea, etcétera.

Bien recuerdo que mis esfuerzos narrativos sobre el norte de México dieron a luz tres novelas y un buen número de relatos que a día de hoy (casi todos) permanecen inéditos. Por lo general las editoriales españolas suelen ser muy reticentes a editar nada que se salga de sus habituales y manidos “ecosistemas”; pero me sirvieron para explorar esas huellas de la violencia que nacen (en parte) de una profunda desigualdad que se arrastra desde los días del novohispano, mi estudio de los abigeos y de las rutas que utilizaban para saquear las cabezas de ganado y los caballos en los ranchos así me lo confirmaron (si bien mis pesquisas abarcaron los actuales estados de Chihuahua, Coahuila, un poco Sinaloa, por supuesto el norte de Sonora, más bien la sierra de la Huachinera, Guachinera en el novohispano, que es limítrofe con el estado de Chihuahua y en la que se podría decir que he vivido espiritualmente; Durango y Zacatecas no se escapaban, pues su peso de esclavismo en las minas durante el novohispano era como un terrible foco vector; el otro, el de “la resistencia proscrita”, hablamos desde mediados del siglo XVIII a las primeras décadas del XIX, estaba localizado en el terrible Bolsón de Mapimí, habitual laberinto árido y agreste en el que convivían abigeos e indígenas, que unas veces separados y otras en comunión se refugiaban allí tras sus asaltos abigeos); curiosamente esas mismas rutas que de una punta a otra utilizaban las partidas de abigeos e infidentes, también los indígenas, ya fuesen lipanes, mezcaleros, yaquis, seris, o partidas de comanches que bajaban al sur en peregrinación saqueadora, están a día de hoy también salpicadas de violencia y pobreza, como si el tiempo tal y como lo concibe Eduardo Ruíz Sosa solo fuese uno y no muchos, como si las décadas y los seres viviesen y muriesen en un mismo ciclo de violencia que es siempre el mismo, aunque cambien las fechas y los siglos y las prendas y los aparatitos de los que nos valemos en el día a día, como si todo fuese igual y no hubiese esperanza de que cambiase nada. Y da igual que los hechos o las voces se manifiesten alrededor de un teatro (en realidad una cárcel en Sinaloa), porque los ausentes y los asesinados y las fosas y los familiares que buscan a sus muertos están por todos lados en el norte de México.

Es realmente elogiable el esfuerzo estilístico de este libro, que no van a saber disfrutarlo muchos, puesto que tiene una dificultad intrínseca en su magnífico uso del lenguaje y de las voces narrativas que lo convierten en un libro especial y distinto: hermoso, cruel, lírico, y hasta duro de asimilar. Desde luego la ambición literaria que demuestra está muy por encima de lo que se suele encontrar por lo habitual. Justamente desde Daniel Sada no leía a un autor tan radical en el uso del lenguaje. Y eso es decir mucho.

Puede que la inclusión explicita de José de Gálvez no esté todo lo bien perfilada que debiera, o que llegue demasiado tarde en el libro. Pero ese gran estilo que tiene, como afirmé al comienzo de la reseña, se impone a todo. Y al final es lo que queda. 

Por último lamentar el recién fallecimiento de Paco Robles, que junto a Olga Martínez fundaron y han sido Candaya. Una editorial imprescindible en nuestro panorama literario y que ha servido de puente a muchos escritores latinoamericanos, como es el caso del magnífico Eduardo Ruíz Sosa.

Que la tierra le sea leve.

Reseña de «Tras los versos del Capitán Veneno»

“El mar, la mar, el mar de Cádiz 

    es la pasión pura y primera 

    que a un gaditano cualquiera 

    desde niño tantas veces 

    lo fascina, lo estremece, 

    lo enloquece y lo envenena. 

    Descalzo frente al horizonte, 

    correteando ante el Atlántico. 

    Investigando en las arenas, 

    Tirándose desde los puentes. 

    De la Victoria a la Caleta, 

    alzando el puño en cada roca, 

    bailando con cada sirena, 

    de la Caleta a la Victoria. 

    Y haciendo lanzas con las cañas 

    y atragantándose de sol y sal, 

    Bendita el agua y su importancia 

    que es el veneno de la mar”. 

                                                      “La banda del Capitán Veneno” 

A menudo suelo reseñar libros vanguardistas de literatura. Por lo general obras de estilo y voluntad complejas que abren (o yo considero que abren) brecha entre la literatura más comercial y la literatura que imperará (o sobrevivirá) en el futuro. A veces pueden ir de la mano, pero no suele ser lo habitual. Hay una distancia cada vez mayor entre la literatura de lo que se suele llamar “el gran público” y la literatura de una minoría para una minoría asqueada de tanta mediocridad. 

   Curiosamente en el carnaval de Cádiz está ocurriendo al contrario: un arte que emana de lo popular y cuyo principal motivo es honrar a lo popular se está elevando a las cotas más excelsas. Y no es un hecho aislado que podamos apreciar con la obra de Juan Carlos Aragón; tal vez él sea por su formación filosófica y por su singular mezcla libertaria el que lo ha llevado más lejos, pero si hacemos memoria (por poner solo unos ejemplos) ya hace unas décadas existieron autores con una clara y evidente calidad literaria: Pedro Romero, con esa capacidad suprema de redondear y finalizar sus pasodobles, y el mítico autor y compositor José Luis Arniz, cuya vida carnavalesca y bohemia daría para una enciclopedia. Autores valientes que escribieron lo que quisieron sin cortapisas. 

   Por lo general, pese a esa vinculación que yo pueda sentir hacia el tipo de literatura que suelo reseñar, no me supone un esfuerzo emocional tener que hablar sobre esos libros; hoy es totalmente es distinto, puesto que para empezar no voy a hablar de una obra de ficción, sino de un estudio literario sobre la obra de un autor de carnaval.  Y esto es realmente complicado, puesto que conozco desde pequeño gran parte de esas letras, las he cantado con los amigos y conocidos, las reconozco y ubico al instante, y de alguna manera han estado presentes a lo largo de mi vida. 

  

Recuerdo que cuando éramos unos adolescentes Juan Carlos Aragón, el autor en cuestión que Cristina Braza tan bien analiza en este estudio, pegaba su primer gran “pelotazo” con “Los tintos de verano”. Aquellas letras eran también nuestras, explicaban y formaban parte de nuestras salvajes y desordenadas vidas. La cantábamos en la playa al mediodía y por la playa por la noche y a todas horas. Aún hoy me sé el popurrí de memoria y recordarlo me hace sonreír. En nuestro grupo no conocíamos a Juan Carlos, pero esperábamos con ansias sus agrupaciones cada año y nos sentíamos muy cercanos espiritualmente, aunque fuésemos justo la generación que iba por detrás. Por entonces, Cádiz ya era lo que es a día de hoy y lo que casi siempre ha sido a lo largo de su historia: un pequeño y obstinado reducto de la alegría y de la cultura popular. 

   Por entonces Juan Carlos solo escribía chirigotas, pero era fácil darse cuenta de que pasodobles como los de “Las ruinas de Cádiz” o “Los Yesterday” dejaban asomar un talento literario muy por encima de lo habitual, y aunque él autor, por voluntad ácrata y por irreverencia se sintiera siempre un chirigotero, era en la comparsa donde su talento iba a llegar más alto. 

   Y vaya si brillo, pues con “Los condenados” y con “Los ángeles caídos” (que por cierto era el propio grupo que había estado con Martínez Ares un montón de años) dejó una honda huella en nuestros corazones. 

   Y si bien es verdad que raras veces se le premió en el concurso (si no recuerdo mal solo tuvo tres primeros premios en comparsas: “Araka la Kana”, “Los millonarios”, y “Los mafiosos”) también es cierto que sus letras eran de las que dejaban poso, y se podían seguir escuchando una vez pasado el carnaval. Es más, muchas letras inéditas que no se cantaron en el Falla eran mejores que algunas que se cantaron. Y es que muchas veces la presión de los propios grupos por alcanzar un premio y las propias normas del concurso que encorsetan la creatividad atenazan a nuestros mejores poetas. 

   Porque hay que decirlo bien alto: nuestros poetas son carnavaleros y son irreverentes. Y esto es algo que hay que agradecer a Cristina Braza: el equiparar la literatura con nuestras poéticas letras de carnaval. Explicar cómo la obra de Juan Carlos se asienta y fluye a través de la influencia que tuvo para él las obras de Antonio Machado, Pablo Neruda, los autores de la generación del 27 o los cantautores musicales. Y esto es así y se sabe si se ha sentido esta tradición desde la cuna. No hay distancia creativa ni de calidad entre una gran obra literaria y un buen pasodoble de carnaval.  

   Así que el libro va desmenuzando las letras de Juan Carlos y se van explicando las diferentes influencias y retoricas literarias utilizadas; la formación filológica de la autora es reconocible en este estudio y eso también es novedad porque no suele ser lo habitual. La elegancia en la que trata algunos aspectos de la vida de Juan Carlos mencionándolos, pero sin regodearse en ellos, simplemente comentándolos para explicar la hondura y los avatares emocionales de algunas letras, da testimonio del respeto de la autora hacia el desaparecido autor. 

   También a resaltar el modo como ha estructurado el libro: por bloque temáticos. Letras dedicadas al amor, a la libertad, críticas sociales y revolucionarias, odas…, etcétera. Me ha parecido muy inteligente. Porque al final el resultado parece similar a unos círculos concéntricos en lo que la enorme coherencia creativa de Juan Carlos sobresale en su brillantez y en su complejidad.  

   El libro se abre con dos pequeños prólogos que le dejan ya a uno “tocadito” por lo emocional, uno de ellos escrito por el propio padre de Juan Carlos, fallecido también recientemente.  

   No hace mucho estuve paseando por el barrio de La Laguna, el barrio más vinculado a Juan Carlos y el barrio en el que “secuestraron algunos años de mi vida” en eso que algunos llaman “escuela”. Recuerdo que iba andando y mirando bares pocos concurridos para tomarme un café sin que nadie me molestase. No estaba muy avanzada la mañana. En el camino luego hacia el Paseo Marítimo iba resonando en mi cabeza el pasodoble ese de “Cuando me vaya del barrio”. Y ese verso de “mi barrio es un continente donde cada calle es como una frontera que sin aduana lleva hasta la playa los niños descalzos” me recordó a mi infancia y toda la gente que hoy ya no está. Sinceramente creo que es lo mejor que un autor gaditano ha escrito desde Carlos Edmundo de Ory. 

   Ese Cádiz ya no existe. La mayoría de la gente o se fueron o están muertas. Nuestra juventud de sol y arena se extinguió como un sangrante atardecer de otoño. Yo tampoco estoy casi nunca y solo voy a Cádiz de muy tarde en tarde. Soy como una especie de nómada y extranjero en todas partes. Pero los pasodobles inmortales siguen reviviendo entre sus calles cada vez que transitas por ellas, y el mar sigue ahí, impertérrito, enorme testigo no solo de nuestras vidas sino de todas las vidas pasadas y futuras que vendrán.  

   Me gusta acercarme a la orilla y escuchar “a ese mar”, porque tengo la certeza que es nuestro primer y mejor profesor de música, aparte de nuestro mayor confidente. A veces pienso que si pudiera hablar y cantar (más allá de sus propios y reconocibles ritmos internos y naturales) nos cantaría coplas de carnaval por doquier, y entre ellas, por supuesto, muchísimas coplas de Juan Carlos.  

Por ejemplo, una como esta: 

Cărtărescu: una aproximación a su simbolismo literario

“Puesto que tengo ojos y manos y testículos, puesto que la linfa y la sangre circulan, sometidas a la gravedad, por los tubos de mis arterias y de mis venas, puesto que todo yo soy un motor que se envuelve en un hilo de materia, que engulle comida y elimina heces, y que gracias a ello alimenta el giro de los cientos de billones de peonzas y trompos que me configuran, recuerdo, como si hubiera sido ayer, la fase inflacionista del cosmos, la campanita de oro que cada uno de nosotros sostuvo una vez entre los dedos y que, a través del grosor de las bandas y de las dimensiones, de las fases y de los huracanes, del tiempo con su flecha probabilística ha sonado y suena siempre en medio de nuestra mente con un tintineo de oro”.

En la amplísima historia literaria siempre ha existido una tradición que podríamos definir como gnóstica-hermética, sin necesidad de que esa búsqueda de la gnosis tenga un sentido religioso al uso, sino de búsqueda perpetua del conocimiento, de perseguir a través del lenguaje escrito las irradiaciones de la luz cognitiva, una totalidad que sobrepase a la muerte. Por lo tanto, el mundo onírico-espiritual de Mircea Cărtărescu no resulta ninguna novedad, responde a esa amplísima tradición a la que han pertenecido cientos y cientos de escritores, y que generación tras generación parece seguir en la brecha y en la certeza de que los dioses creadores somos nosotros mismos. Sí, nosotros mismos, pequeños dioses imaginativos que vivimos en dos planos distintos: el de la realidad, el diario, el histórico de nuestros progenitores y seres queridos, el tiempo que por suerte o por desgracia nos ha tocado vivir; y el mundo de los sueños, el onírico, la visión de los poetas y de los niños: dos faros visionarios capaces de transformar cualquier elemento de la realidad y amoldarlo según sus miedos y anhelos.

En esta impresionante saga de Cegador que termina con “El ala derecha”, estos dos elementos, el realista y el onírico, están magníficamente conjugados; bueno, en realidad están magníficamente conjugados y superpuestos en toda la obra del rumano, pero esto se hace muy visible en las que yo creo que son sus grandes obras hasta ahora: “Solenoide”, y estas tres de Cegador: “El ala izquierda”, “El cuerpo”, y “El ala derecha”, que es la que nos ocupa hoy. Desconozco su poesía que todavía no he leído, pero sus relatos, por lo menos los relatos que he podido leer, no poseen esa ambición desmesurada que ha demostrado en estos libros citados, y eso que algunos son muy buenos. También es verdad que el primero de esta saga no lo disfruté, “El ala izquierda”, porque lo afronté acompañando a un familiar en un hospital y no hallé manera de concentrarme en esa prosa tan densa. Dejé visión de ello en la reseña que le escribí en su momento en este mismo blog. El segundo, el de “El cuerpo”, un volumen en el que Cărtărescu aparenta ser casi un entomólogo, me pilló con molestias (no muy importantes pero sí muy incomodas) en el brazo derecho, y tampoco lo disfruté como me hubiera gustado. Era una lectura excesivamente profunda para lo que mi metabolismo exigía en esos momentos, si bien recuerdo un pasaje-épico–astral-circense que me pareció impresionante. Igual dentro de poco los releo con mayor atención y los disfruto como se merecen.

En fin, vayamos al meollo: el por qué necesita el escritor rumano acompañarse de toda esa simbología hermética-espiritual (las campanas, las luces, los insectos, las figuras geométricas, las alusiones a textos cabalísticos o bíblicos, los Conocedores, etcétera) para contarnos (en este caso) el desmembramiento de la Rumanía de Nicolae Ceaușescu, a la vez que nos va contando sus vivencias familiares, su recreación imaginativa, su querencia afectiva- maternal: un clásico en casi todos sus libros, y dándonos entrada a su muy particular mundo imaginativo, pues básicamente por tres razones: porque ha leído muchísimo y le salen todas esas lecturas por los poros; porque está hablando de la inmortalidad y del alma humana (la mariposa es el símbolo de ello: del alma humana); porque la historia, tal y como se ofrece y conoce por lo habitual, importa un bledo a los grandes escritores. De hecho las referencias a Rimbaud cada vez que está hablando de los episodios violentos que se desencadenaron en Timişoara son tremendos; hasta el escritor se ha preocupado (o en este caso su traductora: Marian Ochoa de Eribe) de que el famoso verso de Rimbaud: “¿Qué nos importan, di corazón, estos charcos de sangre?”, (que es el verso resultante y oficial de la que puede que sea la mejor traducción y edición crítica de Rimbaud en castellano: Cátedra, edición bilingüe de Javier del Prado) esté incluido entre comillas; ¡o sea, uno de los poemas más sociales y violentos del eterno adolescente francés, en los que se reduce la historia, las leyes, todas las monarquías y gobiernos, hasta las masas del pueblo, a una simple balanza entre los que están oprimidos y los que se aprovechan de ello, pues básicamente Rimbaud (que siempre pisaba el suelo, hasta cuando vivía en el delirio) estaba refiriéndose a la Comuna, es aprovechado y honrado por Cărtărescu para explicarnos la Revolución rumana de 1989! Y además no una vez. He contado un mínimo de hasta cinco inclusiones de ese verso de Rimbaud en diferentes pasajes del libro. (Por cierto, en la quinta ocasión por fin Cărtărescu nos confiesa lo que ya sabíamos desde la primera: que es un verso de Rimbaud). Por lo tanto, dos episodios de ideologías y de naturalezas absolutamente distintos unidos por la visión literaria del rumano. Unidos por el nudo gordiano de la literatura.

Y esto no gusta al oficialismo literario, les despedaza sus lecturas parciales e interesadas, sus lecturas ideológicas, porque uno lee cualquier suplemento de literatura de los que se publican en castellano y no asiste a la lectura de un suplemento de literatura como debiera ser de rigor, lo que asiste es a un mediocre atentado de propaganda comercial e ideológica que en la mayoría de los casos resulta insoportable y tiene muy poco que ver o nada con la literatura. La literatura es otra cosa, es el mundo en el que impera la imaginación y se destruyen o cuestionan todas las certezas: capaz de unir siglos y seres y cuerpos en un mismo impulso a través del simbolismo y la belleza y la hondura de las palabras.

Pero es que los homenajes literarios no se acaban ahí, Kafka y Dante también sobrevuelan el vuelo de la mariposa en algunas ocasiones, si bien no son influencias categóricas para la gestación de Cegador: ¿de dónde procede esa capacidad casi mágica de mezclar tiempos, voces, acontecimientos de la intimidad más personal y grandes episodios históricos-épicos?, ¿de dónde esa ambición y ese verbo majestuoso y al mismo tiempo flexible como un junco? Pues de una obra de un escritor mexicano: Terra Nostra, de Carlos Fuentes. En mi opinión una de las grandes obras de lo que se vino a llamar “el boom latinoamericano” (que no fue otra cosa que una operación de marketing editorial a gran escala; en Latinoamérica nunca han escaseado los buenos escritores en ningún momento, lo que sí ha fluctuado son las ganas de dárnoslos a conocer a este otro lado del océano) y que no ha sido valorada en su justa medida, porque contra su ambición sin parangón y su fortaleza imaginativa se estrellan muchos lectores. Cărtărescu parece que no. Que no solo no se estrelló, sino que lo ha leído y releído en diversas ocasiones. Es tremendo apreciar que la formación literaria del rumano tiene más que ver con el imaginario de Fuentes, Borges, Carpentier, Laiseca, Cortázar, García Márquez, etcétera, que con muchos otros escritores centroeuropeos, y eso nos encanta, porque demuestra que los verdaderos escritores se forman ellos solos en la intimidad de sus bibliotecas, sin el acompañamiento de cursos y diletantes y demás especímenes del mundillo literario, en este caso junto a la ventana famosa de ese fantasmagórico Bucarest, que uno ya la confunde pero que creo que sale en casi todos los libros de la saga de Cegador, y creo que también sale y es capital en Solenoide, porque el mundo de Cărtărescu es como ese feto de Herman que le nace en la cabeza: te alumbra y sobrecoge y confunde por su densidad, por su extrema y radical densidad, al mismo tiempo que te seduce e hipnotiza.

En sus páginas asistimos a una capacidad visionaria y de ensoñación cercana o limítrofe a la transustanciación. Hay en concreto un extenso capítulo que me parece absolutamente grandioso. Es el que acaba con la figura de su padre quemando el carnet del Partido; pero hasta llegar ahí asistimos a todo un baile sarcástico (en mi memoria lectora aparecía otra vez Rimbaud con “El baile de los ahorcados”, pero en este caso Cărtărescu no dejó ninguna señal visible), tanto familiar como colectivo, y cuya metáforas del régimen de Ceaușescu y sus acólitos son de una magnitud visionaria poderosísima. A ese lugar solo puede llegar un autor/a en la plenitud de sus facultades creativas. ¡Exagero! A ese lugar solo pueden llegar unos pocos elegidos en la plenitud de sus facultades creativas. No más.

Leyéndolo te nace un feto en la cabeza por aplastamiento cognitivo; nos embarazamos de lo que en el fondo del fondo no es sino una luz que titila aportando emanaciones de belleza, espíritu y profundidad, porque al final del todo esa mariposa que simboliza el alma, todo esos conocimientos fisiológicos, científicos, espirituales, rituales, cosmológicos, de vivencias, en una palabra: literarios, están puestos al servicio de la búsqueda de la inmortalidad, o si no de la inmortalidad sí del vencimiento de la muerte, porque un escritor cuando pone todos sus recursos sobre la mesa, cuando pone toda la carne en el asador, cuando su verbo se fusiona junto a su cuerpo en un mismo vuelo de conciencia sensorial, “en el manuscrito que sangra”, diría Cărtărescu, que a la vez añade en una frase “mi manuscrito es el mundo”,está de alguna manera venciendo a la muerte, arrinconándola. Y eso es lo que consigue el rumano en sus grandes obras.

Dejemos que la mariposa hable sola y aletee con sus emanaciones de luz y belleza literaria y deseemos una larga y próspera vida a este milagro viviente de los Cárpatos, a este dacio imaginativo e irreductible, cuya fuerza interior ha de ser similar a la que debía ser otorgada a la antiquísima deidad de Zamolxes (o Zalmoxis, que Heródoto si no recuerdo mal la nombraba así), y cuyos seguidores creían (como todos los dacios de la época) en la inmortalidad del alma.

Personalmente no creo más que en la buena literatura, “en los estados de la conciencia literarios” que diría o podría decir Alberto Laiseca, pero con eso ya es suficiente para sentirme afortunado de leer a Cărtărescu. Él sabrá qué quiere hacer con mis perjudicadas y embriagadas conexiones neuronales, pues cada vez que lo leo se producen en mi interior cortocircuitos y terremotos, y pierdo la noción de quién soy y en dónde estoy leyendo. El espacio físico-temporal ha sido clausurado y solo cuando acabamos de leer uno de esos inmensos párrafos logramos salir a flote para volver enseguida a sumergirnos y poder seguir disfrutando de esos corales fosforescentes que el rumano ha dejado caer muy delicadamente cada pocas páginas. ¡Ahí está la belleza más pura e innata de la gnosis creativa!, me digo para darme empuje y aliento, y nado extasiado hacia su luz…

Ahí va una pequeña inmersión para despedirse:

La vejez y la muerte eran para los viejos y para los muertos. Para el niño eran los cielos increíblemente profundos de aquellos veranos, los chistes de Jean, los gritos de Lumpa, la llamada de su madre desde el balcón, cada tarde, como un eco de la oscuridad. Él estaba todavía creciendo en medio de la ruina y de la desdicha, su telomerasa tenía un número infinito de vueltas, su sol no se apagaría jamás, y el polvo de estrellas del cosmos interminable se pegaba a sus pestañas lacrimosas. Pasarían eones hasta que la terrible lámina número cinco del insectario de Rorschach (Hermann Rorscharch) se extendiera a lo largo de toda su vida, tocando su nacimiento con el ala izquierda y su muerte con el ala derecha y gritando de manera insoportable sobre el ángel afligido, con su polígono y su cuadrado mágico. “La telomerasa, la enzima de la vejez y la muerte, es la astilla clavada por el Señor en mi carne, porque Su poder alcanza la perfección de la debilidad…”, añadió Hermann, y hundió de nuevo la cabeza en el pecho, apoyando, como un feto, la frente en el esternón y apretándola contra él, como si hubiese querido llevar a cabo en aquel instante en que la luz se tornaba ya rosada lo que han soñado siempre los místicos y los profetas: la fusión entre el cerebro y el corazón.

La literatura de Cărtărescu es un evangelio vital y literario. Un océano creativo y visionario en el que sumergirse no es fácil, pero que como toda gran literatura exige un esfuerzo para ser recompensados.

Sed felices.

«Un hijo cualquiera», de Eduardo Halfon

“Unos años después, cuando ya había escrito y publicado un puñado de libros —o sea, dejado atrás el tocar sólo canciones de otros—, ingresé en una tercera fase: el lector hijo de puta. Ya no me sentía obligado a leer más de unas cuantas páginas si sentía que las palabras no estaban bien pulidas (<<No pretendo soportar nada que pueda abandonar, escribió Edgar Allan Poe en una carta al periodista John Beauchamp Jones). Ya no toleraba frases flojas, ni cacofonías indeseadas, ni lugares comunes, ni palabras que yacían medio muertas en la página. Con el tiempo llegué a comprender que este examen petulante de la prosa de los demás era una consecuencia natural del meticuloso y exigente examen de la mía. Comprendí o más bien racionalicé que tenía ahora muy poco tiempo para la lectura, y que necesitaba aprovechar este tiempo. Pero también comprendí que me había convertido en un lector impaciente e intolerante”.

Sigo en esa tercera fase, sigo siendo un lector hijo de puta, pero uno que desea o implora que algún día le llegue una cuarta fase.

Y luego nos regresa: “Y pues ahí estaba, en París a los veintiocho años, leyendo libros como una especie de adicto mientras me iba enfermando cada vez más”.

Mientras leía este pequeño y último volumen de Eduardo Halfon, “Un hijo cualquiera”, pensé y llegué a la conclusión que la verdadera condición de su literatura es la del desarraigo. La del desarraigo con mayúsculas. Desarraigo como guatemalteco y por extensión de todo un continente sacudido por la violencia; desarraigo como judío; desarraigo como escritor; desarraigo como lector; desarraigo como superviviente y desarraigo como hijo; ahora también desarraigo como padre. Siempre desarraigado. Siempre en el descansillo de la escalera siendo testigo de la existencia. Siempre ofreciendo su particular narrativa, con un mundo propio y reconocible con sus propias reglas autónomas. Una auténtica diáspora sensitiva.

Porque Eduardo, que es uno de los escritores más cosmopolitas en lengua castellana, poco a poco nos va ofreciendo capítulos de una obra que podría editarse en un único ejemplar. O como mucho (para no hacerla muy pesada) en dos o tres volúmenes. Aquí, en este en concreto que nos ocupa, la narración está expuesta en pequeños segmentos, a modo de relatos, pero todos participan de una exploración emocional sobre el mundo de la paternidad y su condición de escritor judío y guatemalteco. De hecho, la violencia en Guatemala ocupa el grueso central del libro y la familia es su hilo conductor.

Coincido con algunos amigos lectores al creer que Halfon se halla en “un descenso creativo”. Lógico por otra parte que suceda en alguien que publica cada poco. Pero aun así siempre tiene momentos muy memorables. Véase, por ejemplo, el primero que abre el libro en “Un pequeño corte”, que me parece deudor de la mejor literatura y que invita (se sea padre o no) a la reflexión sobre cómo las decisiones de los padres influyen y condicionan (muchas veces casi de por vida) a sus hijos. En este caso en concreto se habla sobre la circuncisión o no de su hijo. Y como este pequeño acto engloba toda una declaración de intenciones, que no se restringe a la visión judaica sino también a la afectiva y emocional.

Podemos proseguir con ese pequeño segmento de “Unos segundos en París”, que he extraído para la entradilla de esta reseña,  y en el que sobresale esa teoría sobre la lectura de Halfon que me encantó y que no he podido evitar incluirla. También a subrayar el relato de “Benin” que sobrecoge por relatarnos tantísima crueldad en el conflicto guatemalteco, y el último del libro, “La marea”, cuyo comienzo es tan maravilloso como sigue:

Hervía la arena negra. Tuve que caminar rápido, sobre piedras y conchas y pedazos de plástico y largas semillas de mangle, hasta sentir en mis pies de niño el frío bálsamo del mar. No había nadie ahí, salvo un viejo indígena metido hasta la cintura entre las olas, pescando con un hilo casi invisible que lanzaba y luego enrollaba entre su palma y su codo.

Deme la mano, dijo mi padre. La marea está muy fuerte.

Quiero solito.

Que me dé la mano, le digo.

Permanecimos un rato así, en silencio, él agarrando mi mano con algo de tosquedad, nuestros pies metidos en el agua fresca y espumosa.

Yo me ahogué en este mar.

No entendí. Busqué su rostro hacia arriba.

Tenía más o menos su misma edad, dijo, cuando me ahogué en este mar”.

En fin, estamos ante otro artefacto de pulida prosa, que para los admiradores del escritor guatemalteco igual se nos hace muy escaso y no todo lo “ejemplar y uniforme” que desearíamos. Como si la propia ficción en la que Eduardo Halfon ha convertido a su Eduardo Halfon literario no nos fuese suficiente sin nuevas dosis elevadas de dramatismo y desarraigo sobre su identidad familiar.

Y casi me entran ganas de decirme a mí y a otros lectores que le dejemos descansar un poco. Que le demos mimos y espacio para reconstruirse como persona y como ente de ficción. Porque yo tengo muy claro que la mejor prosa siempre sale del mayor sufrimiento y del trabajo más extenuante. No se escribe una obra tan completa y compleja (aunque de prosa muy accesible) sin tener múltiples heridas vitales.

Ya volverá por la puerta grande. Porque al igual que la muerte siempre tiene la puerta abierta para los seres vivos las puertas de la gran literatura siempre se suelen derribar a empellones y patadas. O con pólvora. O con fuego.

Estoy seguro de ello. Por eso me imagino al escritor recluido a cal y canto en sus campamentos de invierno. Velando armas. Leyendo como si no existiese un mañana, que es la forma que tienen los grandes narradores de revitalizarse y seguir resistiendo las hostilidades desatadas por sus propias (y a veces también ajenas) exigencias.

Feliz año de grandes lecturas. Y mucha alegría y felicidad para todos.

Hasta otra.

Harold Bloom, gigante y polémico

Lamenté la muerte del crítico literario Harold Bloom, en octubre de 2019. Por entonces ya tenía en mi poder este vasto libro de “Novelas y Novelistas. El canon de la novela”, editado por Páginas de Espuma en su colección de Voces. Otro más de esa inmensa y enorme conjunto de crítica literaria que este hombre hizo en vida.

De Bloom he leído casi todo lo que se ha editado en castellano, porque aunque muchas veces no estoy de acuerdo con sus afirmaciones pocas mentes de nuestro tiempo han leído tanto y han vivido tanto en literario. Destaco entre mis preferidos “Anatomía de la influencia”, “Shakesperare: la invención de lo humano”, “Cómo leer y por qué”, “¿Dónde se encuentra la sabiduría?, y “Genios: cien mentes creativas y ejemplares”. Puede que su obra más polémica y conocida sea “El canon occidental”, pero casi todo lo que está inmerso ahí ya está en otros libros suyos, y puede que mejor explicado.

A Harold Bloom se le puede y se le debe criticar por su excesivo predominio de lo occidental frente a otras tradiciones literarias, pero es inevitable que un crítico literario formado en lengua inglesa destaque la suya por encima de las demás. En una vida no da tiempo a leerlo todo, ni siquiera a un voraz lector como fue Harold Bloom. Y pertenecer a una tradición literaria, la escrita en lengua inglesa, de la que salió Christopher Marlowe, Chaucer, Shakespeare, Jane Austen, Robert Browning, Virginia Woolf, Walt Whitman, Mark Twain, Herman Melville, William Faulkner, Cormac McCarthy, Wallace Stevens, etcétera, no es poca cosa. Condiciona muchísimo.

En cuanto a sus polémicas con la ortodoxia de la crítica literaria, pues en parte llevaba Harold mucho de razón, puesto que los estudios literarios actuales están excesivamente politizados y en nuestras sociedades de las pantallas y de la tecnología invasora cada vez se lee peor. La ideología o la identidad no puede ser un baremo para decidir si un libro contiene calidad o no. La alta cultura-literaria- occidental, esa trinidad formada por Shakespeare, Dante y Cervantes, que tanto defendió Bloom en vida, no peligra. Son autores tan originales que seguirán vivos hasta el final de los tiempos. Basta leerlos y releerlos para darse cuenta de eso. Pero los formidables autores en los escalones inferiores, véase (por ejemplo) Herman Bröch, Thomas Mann, el propio Goethe, “padre indiscutible” de los dos anteriores, por poner solo unos pocos ejemplos y todos de una misma tradición literaria: la que proviene de la lengua alemana, sí que corren el riesgo de quedarse aislados en las bibliotecas para rémora de estudiosos de época y poco más. Hemos de alguna manera perdido la base cultural para abordarlos y disfrutarlos en total plenitud.

Le guste o no a la gente hay mucha más magnificencia creativa en una sola página “La muerte de Virgilio” que en la inmensa mayoría de los libros que se editan cada año. Ya ni hablar de las estupideces que escriben esos fantasmas que pululan por las letras castellanas y se prodigan por la tele y por la prensa, tan repletas de individuos altaneros, ignorantes y serviles. En ese sentido Harold Bloom llevaba toda la razón: el tiempo acribilla a la mediocridad; pero puede que su cabezonería y su indudable machismo le cerrase las puertas de un público más amplio, que en un momento dado pudiera haberse deleitado con su vastísimo conocimiento de la literatura.

En cuanto a Novelas y Novelistas no es un libro uniforme, sino una recopilación de artículos sobre novelistas que van desde Cervantes a Paul Auster y a Ami Tan, pasando por infinidad de autores (sobre todo autores), y casi todos (en su gran mayoría) de lengua inglesa. Nada que sea muy nuevo o que no conociéramos por otros libros suyos y artículos. A destacar el amplio capítulo dedicado a la obra de Saramago y el dedicado a Kafka. Bloom es de los pocos críticos que yo conozco que analiza al autor checo en el contexto de su judaísmo. Acertando de pleno en ello. Sin profundizar en su conflictiva y emocional lucha con la tradición judía es imposible adentrarse hasta la médula en sus alegorías narrativas. Bloom fue también judío (creo que sabía hablar el yiddish con perfección) y comprendía y sabía del ambiente en el que anímicamente y culturalmente se desenvolvió Kafka.

Dicho esto, si tienen oportunidad de leer Genios: un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares, vayan directo al capítulo dedicado a San Pablo. A Bloom los editores le prohibieron que incluyera a Jesús de Nazaret como genio, y el neoyorkino les engañó haciendo ver que ese capítulo lo dedicaba a San Pablo, pero en verdad de quién está hablando es de Jesús de Nazaret.

Sócrates y Jesús de Nazaret son los dos genios creativos de nuestro mundo sin haber escrito ni una sola página. Ambos influyeron hasta la médula en nuestra cultura. Puede que Homero ande en una categoría similar, pero al no tener datos fiables de su vida no lo sabemos a ciencia cierta. Lo que resulta indudable es que Homero influyó tanto o igual que los otros dos en toda nuestra cultura occidental. Y es que los libros religiosos: el Tanaj, la Biblia, el Corán, son ante todo y sobre todo libros de literatura, tanto como la Ilíada y la Odisea puedan serlo. ¿Por qué hemos de utilizar para analizarlos distintos métodos que los que utilizamos con Homero, con Italo Calvino, o con el propio Shakespeare?, ¿es que acaso los tres mencionados son escritores menos sapienciales e imaginativos que los escribas que trabajaron en el Antiguo Testamento?

En definitiva, un libro para seguir disfrutando de ese inmenso cascarrabias que fue Harold Bloom. Un hombre enamorado de la literatura clásica que se dedicó a su estudio en cuerpo y en alma, y del que tuvimos la suerte de disfrutar desde muy joven pese a estar en desacuerdo con muchas de sus apreciaciones.

De hecho, si no hubiese sido por su «magisterio» yo difícilmente me hubiera acercado a leer a Samuel Johnson, su gran predecesor en la crítica literaria y su “daimon” en influencia. Y la verdad, tampoco hay página escrita por Johnson que sea un desperdicio, como tampoco la existe en Bloom. Ambos son gigantes de la crítica literaria. Y hay que valorarlos por ello sin dejar de señalar también sus flagrantes errores.

Hasta otra.

 «Los años», de Annie Ernaux

Todo lo que vemos y percibimos desaparecerá. Los rostros que amamos. Las conversaciones que mantenemos. Las calles por las que transitamos. Todo será pasto del tiempo. Inexorablemente, “todas las imágenes desaparecerán”.

Los años, el primer libro que reseño de la reciente Premio Nobel Annie Ernaux, es un libro escrito contra el paso del tiempo. Desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial hasta los primeros del siglo XXI, en una Francia que transita desde los estragos de la Segunda Guerra Mundial (pasando por la de Argelia) al breve sueño insurrecto del 68, Ernaux nos va desgranando pequeños fragmentos en un álbum de vivencias que a la vez que personal resulta también colectivo.

La historia del siglo XX es también la del comienzo de la emancipación femenina, hecho histórico que seguimos viviendo y que no será pleno hasta que en unas sociedades tan dependientes del dinero como las nuestras no exista igualdad salarial. Ahora mismo, pese a las reacciones que siempre se suceden en todas las evoluciones, estamos en ese proceso, que por otro lado es necesario e inevitable y no se podrá detener.

Desde muy pequeña Ernaux percibe (hablamos de las décadas del 40 y el 50 en el siglo XX) que “el progreso era el horizonte de las existencias”, pero ese progreso viene programado y auspiciado por el consumismo y la propaganda televisiva. “La gente estaba convencida de que llevaba una existencia mejor gracias a las cosas”. Quizá muchas pequeñas anécdotas se escapan a nuestra memoria, Francia no deja de ser un país con sus propias particularidades y que, contrariamente a lo que se cree, no quedó tan devastado en la guerra como otros, puesto que tras el desembarco y la cruenta batalla por Caen el resto del territorio (salvo la Alsacia) fue liberado con celeridad.

En seguida pasamos de esos años de escuela dura a los de adolescencia, en las que las preocupaciones por el sexo vienen incrementadas por el control sobre los cuerpos femeninos que la sociedad quiere seguir ejerciendo. Esta ha sido siempre una constante por los hombres, las religiones y, en muchos casos, por los propios familiares, que no hacen sino repetir los errores y los clichés de su tiempo, ahogando a los individuos. La emancipación económica y la emancipación sexual son la base granítica que cimenta la libertad, de ahí que siempre se quiera atar y disponer con leyes y prejuicios sobre el cuerpo femenino, como si los cuerpos y las mentes y las decisiones les pertenecieran a la sociedad y no a los propios individuos, en este caso repito y reitero: las mujeres.

Viajaremos por toda la mitad del siglo XX hasta alcanzar los primeros años del XXI.

Hay páginas en las que se retrata con pequeñas pinceladas cómo se sentían los adolescentes ante el anquilosamiento que sufrían sobre temas como el matrimonio, el aborto, o las distintas formas de nombrar los diferentes órganos sexuales; cómo los muchachos (sin tener mayor conocimiento de nada) poseían mayor libertad verbal y de acción que las mujeres, cuyo señalamiento si no se casaban era muy difícil de soportar.

La religión controlaba hasta las pequeñas cosas de la vida: cómo se vestía, lo que se comía, el tiempo libre… Tras su debacle moral es sustituida por la propaganda del consumismo, tan invasiva como la anterior. “La iglesia había dejado de aterrorizar el imaginario de los adolescentes púberes, de regular los intercambios sexuales y de controlar el vientre de las mujeres. Al perder su campo de acción, el sexo, lo habían perdido todo”.

Lo notable en el estilo es cómo a partir de retazos fragmentarios puede incrustarse «la memoria individual dentro de la colectiva». A medida que vamos avanzando en la lectura nuestro propio interés crece, por lo menos el mío, pues reconozco asuntos, vivencias, acontecimientos, memorias cercanas, a pesar de las diferentes circunstancias de geografía y vida. Algunos sucesos de finales de los ochenta y los noventa forman también parte de mi propia historia, porque los seres humanos no somos entes aislados, lo queramos o no formamos parte indivisible de nuestro propio tiempo.

La literatura de Annie Ernaux nace de la vida e intensifica los recuerdos. En ese sentido posee una atmósfera y una búsqueda proustiana. Si bien, en cuestión de estilo es todo lo contrario: sus frases son cortas y sus párrafos suelen estar laminados; tal como esas lajas de piedras que lanzábamos al mar de adolescentes y rebotaban sobre las aguas causando pequeñas ondas transversales.

Para acabar incluyo el que considero el párrafo más significativo de todo el libro. Que en un ejercicio de honestidad creativa sea la propia escritora la que defina la gestación de su propia obra:

Querría unir esas múltiples imágenes de ella, separadas, desajustadas, mediante el hilo de un relato, el de su existencia, desde su nacimiento durante la Segunda Guerra Mundial hasta hoy. Una existencia singular pero fundida también en el movimiento de una generación. En el momento de empezar, se enfrenta a los mismos problemas de siempre: cómo representar a la vez el paso del tiempo histórico, el cambio de las cosas, de las ideas, de las costumbres y lo íntimo de la mujer, como hacer coincidir el fresco de cuarenta y cinco años y la búsqueda de un yo fuera de la historia. […] Su preocupación principal es la elección entre el “yo” y “ella”. En el “yo” hay demasiada permanencia, estrechez, asfixia, en el “ella” demasiada exterioridad, alejamiento. La imagen que tiene de su libro, tal como no existe aún, la impresión que debería dejar esa obra es la que ha guardado de Lo que el viento se llevó a los doce, más tarde En busca del tiempo perdido, recientemente Vida y destino, un flujo de luz y sombra sobre unos rostros. Pero no ha descubierto cómo lograrlo. Espera, sino una revelación, al menos una señal, proporcionada por el azar, como la magdalena mojada en el té de Marcel Proust.

Hasta otra.

Mi familia y otros animales

Una tarde calurosa, en la que todo parecía dormir excepto las chillonas cigarras, salimos Roger y yo a ver hasta dónde podíamos trepar monte arriba antes de que oscureciera. Subimos por los olivares listados y moteados de luz blanca, donde el aire era cálido e inmóvil, y finalmente, pasados los árboles, fuimos a salir a un pico desnudo y rocoso, sentándonos allí a descansar. A nuestros pies sesteaba la isla, brillante como una acuarela en la bruma del calor: los olivos verdigrises, los negros cipreses, las rocas multicolores de la costa y el mar liso, opalino, con su azul de martín pescador y su verde de jade, quebrada aquí y allá su bruñida superficie al plegarse en torno a un promontorio rocoso, enmarañado de olivos.

Los que observan la magnificencia mediterránea de la isla de Corfú son el joven Gerald Durrell y su fiel compañero Roger, su perro, inseparable amigo de exploración y el que siempre acompaña a Gerald en sus mejores y peores momentos. Ambos han trepado monte arriba y una vez alcanzada la meta descansan contemplando la maravilla natural que se exhibe antes sus ojos.

Portada de la edición más reciente. Yo la he leído en mi antiquísima edición de Alianza Tres que compré de adolescente. Bueno, no tan antiquísima, de 1990. Han pasado solo 32 años. Eso no es “na” en términos geológicos.

Durante todo el libro la pluma de Gerald retrata con el mismo entusiasmo a los árboles y la fauna que a los seres humanos. Vemos desfilar a la tortuga Aquiles, adoradora de las fresas; al palomo Quasimodo; la mantis Cicely; a arañas, escorpiones y salamanquesas; a otros perros y vecinos y también, y, sobre todo, a la familia al completo de los Durrell, una familia británica y de altos vuelos que se ha trasladado a vivir a la isla de Corfú.

En dicha familia hay seres extraordinarios: Lawrence Durrell es uno de ellos. Aquí todavía es joven e impertinente pero llegará a ser un grandísimo novelista, cuya obra más emblemática “El cuarteto de Alejandría” no tiene desperdicio; también tenemos a Leslie, muy aficionado a la caza y a las armas; a Margo, obsesionada por el Acne y tragicómica; y a la madre de todos ellos, que en realidad es el personaje más adorable junto al joven Gerald, pues es capaz de mantener la paciencia y el buen humor ante tan disparatada familia.

Al principio, en las primeras páginas, la familia acaba de llegar a la isla y todavía no está acoplada al ritmo natural de la misma. Spiro, el fiel escudero griego de la familia, les ayuda. Pero poco a poco, casi de forma natural, todos comienzan a formar parte indivisible del paisaje.

Hay algo en Gerald que resulta totalmente adorable y es su receptividad a lo natural y sus ganas de observar y aprender de la tierra y la naturaleza. Me he reído muchísimo cuando la familia una y otra vez le busca preceptor para que estudie “porque lo considera casi en estado salvaje”. Esto normalmente suele ocurrir tras un accidente de algún miembro familiar con alguno de los “bichitos” que Gerald introduce en la casa.

Este libro forma parte de una trilogía, pero puede leerse sin problemas de forma independiente. Además es muy recomendable y es uno de esos pocos libros que resulta aconsejable a todo tipo de lectores, pues resulta complicado que no guste, independientemente de la edad que se tenga y del bagaje lector que se posea. Es un canto a la vida y a la naturaleza y tiene un gran sentido del humor.

Si pensáis regalar algún libro las próximas navidades aquí tenéis uno que no va a fallar. Este acierta sí o sí. Además, y ya pensando en el plano personal, ya es hora de renovar mi “antiquísima” edición de Alianza Tres. Por cierto, mordisqueada por un perro en su portada. Igual se imaginó que la rana de la portada era comestible.

Hasta otra.

Juventud sin tierra

«Si fueras mejor persona me caerías mejor», todas esas llaves me había dado Lidia desde que yo me había enamorado de ella y había creído poder cruzar su puente, el puente hacia el mundo, el puente hacia la adaptación, todas esas llaves falsas me había dado ella y en todas esas llaves falsas había confiado, pero eran llaves falsas, lo único que yo tenía eran llaves falsas que no abren ni puentes ni puertas, llaves que no abren nada, que acompañan en las noches de invierno y hacen creer que alguna puerta te estará esperando más allá.

Acostumbramos a leer a autores a los que reconocemos por solo unas palabras. En ellas apreciamos un arco tensado y una dirección predispuesta. El estilo no es solo la respiración, que lo es; no es solo la particular forma de observar el mundo, que lo es; no es solo la arquitectura en la que se apoya el peso de la estructura narrativa. El estilo lo es todo. Y en literatura (mucha gente se enfada cuando digo esto) la trama o la historia o lo que vayas a contar importan muy poco; lo importante es cómo lo cuentes.

Es más, una de las formas de distinguir si lo que tienes delante merece la pena es si irradia un esfuerzo de estilo detrás; de poda o de desmesura, eso es igual…, pero alguna complejidad más allá del sota, caballo, rey. Que se noten riesgos, desmesuras, bifurcaciones, ambiciones. Nuestro mundo no es lineal. Nuestros pensamientos no son lineales. Las complejidades del mundo que pisamos y de los seres humanos con los que convivimos necesitan de una literatura que aniquile las fronteras.

La literatura de Darío Méndez Salcedo siempre es arriesgada y siempre es reflexiva, y al mismo tiempo es sencilla y accesible. Da igual que hable de un ser en peregrinación; de un festival de leyendas del rock; de un creador de “templos del ocaso”; de una relación de pareja o de un youtuber aficionado a la literatura: trata de decir más de lo que dice, y de que el lector se haga preguntas sobre por qué las cosas son como son. Creo que esto parte de los propios interrogantes y cuestionamientos que el propio autor se hace. Es una literatura de necesidad espiritual, no un panfleto maniqueo. Una literatura que sueña con la gran música.

Dicho esto, cuando vi de qué pie estilístico cojeaba este libro y que encima me lo habían dedicado desconfíe por unos segundos. Darío es editor de alguno de mis libros y en realidad el único que no me ha dado problemas, puesto que yo no presento mis libros ni existo para la promoción. Soy un escritor de esos que huye de las fotos y sobrevive y escribe entre catacumbas. No me interesa la farándula, y la “gente respetable”, como la que se destila en nuestra literatura actual, me aburre una barbaridad. La exacerbada exposición pública de los escritores es un atentado a la honestidad creativa.

Así que si a un tipo tan esquivo le habían “imitado” el estilo de sus últimos libros y le habían dedicado una novela algo muy grave estaba pasando. Se había alterado el precario equilibrio del mundo literario y todavía están por apreciarse las consecuencias.

Estudiemos los síntomas.

Juventud sin tierra es un libro de un solo párrafo. Yo le llamo “estilo berhandiano”, pero en realidad Bernhard lo imitó de las primeras ediciones de los ensayos de Montaigne. Es verdad que no solo Bernhard lo trabajó en nuestros tiempos modernos. Muchos autores lo han amoldado a su propia idiosincrasia. Ahí está Pierre Guyotat, Horacio Castellanos Moya, Lucy Ellmann con su reciente y gigantesca obra editada en castellano de “Patos, Newburyport”, las exquisitas Marie Clarie Blais, y también, en parte, Fernando Melchor. No me olvido del no menos exquisito y apocalíptico László Krasznahorkai, etcétera. Cada uno a su estilo y manera, con sus filias y sus fobias y con mayor o menor acierto, lo han practicado.

Pero no se lleven a engaño Juventud sin tierra no es un libro de imitación o sin personalidad propia. Parece escrito en tono de sarcasmo o broma pero está hablando de cosas muy serias. Como siempre ocurre en la literatura de Méndez Salcedo el mensaje parece que está inscrito en diferentes capas, como si se tratase de una cebolla. Si te quedas en la más cercana a la superficie apreciarás el monólogo de un alocado youtuber; si profundizas hasta las capas interiores apreciarás la desazón de una generación instalada en la precariedad y en la imposibilidad de realizarse más allá de la explotación emocional y monetaria. ¿Recuerdan esa canción de Triana que se titulaba “Hijos del agobio”, perteneciente al disco homónimo? Pues le viene como anillo al dedo.

Antonio García, el protagonista, es un youtuber de éxito que está asqueado por tener que ponerse ante el ojo de los demás. Viene de una familia de esas que se llaman “desestructurada” y consiguió escribir una novela que fue un éxito para la editorial, pero para él supuso “un naufragio interior del que aún no se ha recuperado”. En realidad es un quinqui de la vida que se enamora de una tal Lidia que es aficionada a la literatura pero que no le corresponde. De los que “nacen del revés y derrotados”. De esos que en las grandes ciudades habitan los extrarradios y tienen un escaso o nulo futuro. No son el lumpen, porque lumpen tiene unas connotaciones de marginalidad muy marcadas. Estos son clase obrera precarizada. De los que con mucho esfuerzo pueden enviar a sus hijos a la universidad para después ver que acaban trabajando de cualquier cosa. Los que con su parsimonia y su hartazgo sostienen (sin que se den cuenta) el alimento de un sistema de cuatreros, fosilizados ante la tecnología, los grandes eventos deportivos, los bares sin tertulia, y carne de cañón para un sistema judicial más corrupto que las propias leyes que interpreta y sentencia en su beneficio.

Todo esto lo deja entrever Méndez Salcedo con pinceladas sobre los padres de Antonio García, los amigos del Rissing, que es como el bar centro de operaciones, desde el que parten esa banda de colgados “hambrientos y sedientos” para dejar su estela por el mundo.

A mí todos esos seres desorientados y en conflicto interior me provocan ternura. En el lado salvaje de la vida se esconde mucha poesía, aunque sea sórdida y provoque incendios.

Espero que a los lectores que se acerquen a este libro en su versión digital y libre, a través de la plataforma Lektu, les provoque lo mismo: ternura e interés. Dejen que el ritmo los arrastre a la velocidad de un riff de guitarra eléctrica.

El enlace para que puedan disfrutarla.

https://lektu.com/l/dario-mendez-salcedo/juventud-sin-tierra/20457

Hasta otra.

Drácula, el vampiro cosmopolita

☠️Abstenerse de leer esta reseña los que no conozcan la obra.

Tras leer y releer en numerosas ocasiones esta obra puedo asegurarles, en lo que a su personaje principal se refiere, que me resulta más digno de lástima que de otra cosa. Que no me provoca terror pese a ser un monstruo, sino que lo contemplo como una criatura de ficción perseguida y emprendedora, un vestigio obsoleto de tiempos remotos, al que todos quieren dar caza cuando él lo que desea es cambiar de aires y revitalizarse: de la vieja y salvaje región de Transilvania a la cosmopolita y poblada Londres; de un castillo repleto de vetustos recuerdos a las ampulosas calles de un mundo repleto de nuevas oportunidades, en los que las supersticiones y los prejuicios no están tan presentes como en la vieja Europa, porque lo veloz y lo lozano marcan el nuevo signo de los tiempos.

Para ello, el siniestro Conde se ha preparado a conciencia: durante años ha estudiado el idioma y ha leído todo lo que ha encontrado sobre Inglaterra en su biblioteca del castillo; ha consultado mapas y seguramente leído lo más representativo de la literatura inglesa. Por lo tanto, el Conde Drácula es (aparte de un vampiro y un monstruo sediento de sangre) un voraz lector con una mente deseosa de aprender cosas nuevas. Esto es muy importante. Si no tuviera el acicate del cambio espoleándole se quedaría muy tranquilo en su castillo. Por lo que podemos deducir que si el Conde viviera hoy en día tendría conexión a internet y se habría descargado múltiples aplicaciones de geolocalizaciones. Puede que adquiriese también cámaras termográficas para detectar el calor humano (recuerden que las temperaturas de los vampiros, en contraposición a la nuestra, debe ser algo similar a la que poseen los pingüinos del Ártico). Toda nuestra tecnología de hoy despertaría una gran curiosidad en el Conde y la aprovecharía para sus propósitos, para alcanzar a más víctimas. Es un hombre que, aunque marcado por los tiempos que vivió en su etapa mortal, quiere estar siempre al día. Se ha empapado, pues, de todo lo inglés porque quiere establecerse en Inglaterra (suponemos que para incrementar su harén de mujeres vampiresas; no le conocemos otra motivación). Hasta ha elegido de forma minuciosa sus nuevas viviendas: casas y villas abandonadas cuyos derechos legales ha adquirido. También esto es muy curioso: el monstruo no deja de ser una persona de orden y ley, y no desea problemas legales; no es un agitador social, sino un hombre que ha pertenecido a la élite de su país y está acostumbrado a mandar y que a los demás le obedezcan sin rechistar.

Pero ahora está a punto de cerrar los últimos flecos en lo relativo al viaje y a la transacción de esas casas, de ahí que el joven abogado Jonathan Harker llegase al castillo de Drácula para cerrar todas las operaciones inmobiliarias.

Es un compás de espera por ambas partes: mientras uno se prepara para el viaje el otro se ha dado cuenta de los terribles seres que habitan el castillo, y de cómo le morderán y le harán trizas en cuanto los plazos se acaben. Jonathan conseguirá escapar en el último momento, pero esto no se nos cuenta hasta un poco después, porque ya surcamos junto al Conde los mares viajando en una espeluznante travesía hacia la costa británica.

¿Por qué el Conde, con todas sus posesiones legales y todo su poder nocturno, se obsesiona con Lucy Westenra al arribar a Inglaterra? Pues porque Lucy es un personaje de indudable belleza, “un lirio de pureza”, tiene clase y ha recibido hasta tres proposiciones de matrimonio en un solo día. Es una mujer de indudable éxito para la sociedad victoriana. Y un Conde es Conde aunque sea un vampiro; además, un Conde de los viejos tiempos está acostumbrado a guerrear y a que lo agasajen y no cejará en ir a conquistar sus objetivos, sean estos cuales sean, por más vigilancia, ajos y trasfusiones de sangre que los médicos y los pretendientes y prometidos de Lucy acometan para salvarla. Una y otra vez los allegados de Lucy consiguen frenar los planes del Conde Drácula, al que suponemos muy cabreado revoloteando en forma de murciélago alrededor de la habitación que ocupa la pobre muchacha. Tendrá que valerse de un lobo para destrozar la ventana (que ha sido embadurnada de ajo) y acabar de una vez el proceso de vampirización. No la quiere como una víctima, sino como una igual a él, como una no-muerta, un espectro de la noche. Las elecciones de Drácula no son nunca arbitrarias. Cuando elige a Mina tampoco lo hace de casualidad. Mina, antes incluso de conocer o toparse con el Conde, siente hacia a él un atisbo de compasión: “El bueno y querido profesor Van Helsing tenía razón: Jonathan es muy valiente, y cuantas más dificultades se le presentan, más intrépidamente las afronta. Ha regresado lleno de esperanzas y determinación, y hemos puesto en orden todos los papeles y documentos: todo está a punto. También yo me siento fuerte y excitada; tal vez, al fin y al cabo, hay que tener compasión de un ser tan acosado como el Conde”. Aunque luego, al proseguir el párrafo, recuerda su lectura del diario del doctor Seward (las circunstancias de la muerte de su amiga Lucy) y ese atisbo de compasión se diluye como un azucarillo. No importa. Brotará de nuevo. Drácula se acercará mucho más a ella de lo que su excitada imaginación puede imaginarse.

Tanto el doctor Van Helsing como el doctor Seward son los principales opositores a los intereses del Conde, al que empiezan a perseguir sumándose nuevos integrantes como Mina, la esposa de Jonathan, el propio Jonathan, Arthur Holmwood, el prometido, y un resuelto americano llamado Quincey Morris, que también fue pretendiente de Lucy como el propio Arthur o el doctor Seward. Todos ellos, en menor o mayor medida, van dándose cuenta de a qué monstruo se están enfrentando y tratan de matarlo. El bien contra el mal.

En realidad esa es la metáfora y la intríngulis del libro de Bram Stoker: la lucha sin tregua entre el bien y el mal; pero esa lucha en nuestros días ha quedado algo desfasada, porque nosotros no tenemos tan claro quiénes son los buenos y quiénes son los malos; y los vampiros hace décadas que dejaron de ser personajes repulsivos del averno para aparecer, tanto en la literatura como el cine, como personajes seductores y cubiertos de un halo de elegancia y fascinación erótica que ya no podemos obviar.

Lo verdaderamente notable en este libro es la estructura. A una sucesión de diarios personales les acompaña recortes de periódicos, cartas laborales, diarios de abordo, correspondencia, etcétera. El libro es muy ágil y epistolar y pasamos de una cosa a otra con naturalidad, sin que las situaciones parezcan forzadas. Y luego la maestría con las que están construidos los personajes, lo reconocibles que son, cómo destellan marcando sus propias personalidades en unas pocas líneas. El resultado final es una gran novela, todo un clásico.

Y pese a que los tiempos de hoy no son los de ese siglo y las mentalidades, lógicamente, son diferentes, en lo esencial sigue siendo una lectura que no ha quedado anticuada, porque el libro posee indudables valores literarios. Es verdad que algunas cosas chirrían, sobre todo en el trato muy clasista y patriarcal de las mentalidades femeninas del libro; pero no más que muchos libros de la época e incluso de la nuestra. Basta leer algunos de nuestros autores más exitosos de hoy para darse cuenta de la inmundicia que suelen generar, tanto en sus libros como en sus artículos de prensa, que parecen escritos para mentalidades ancladas en el pleistoceno.

Por lo demás, en el arte la modernidad es relativa y hoy en día se publican muchísimas novelas menos vanguardistas que Drácula. Aquí hay personajes, no espantapájaros sin personalidad, que es lo que nos solemos encontrar en la mayoría de los libros.

¿Quién es Drácula? Esta es la madre de todas las preguntas. Siempre hemos escuchado que Stoker se basó en Vlad el Empalador, pero eso no resulta del todo acertado, pues no hay referencia alguna a ese personaje histórico en la obra. Sí que habla del pasado de los Drácula, los Drac, más bien lo hace Van Helsing tras indagar sobre ello. Y lo que se nos muestra es a un personaje que derrotó a los turcos por ser obstinado, y a una familia de la nobleza de la que se sospechaba que andaba con buenas relaciones con el demonio.

  Puede que sí pensara Stoker en el castillo de Vlad para imaginar el de Drácula, pero el castillo de Vlad más afín al conde Drácula no es el de Bran, al que suelen llevar a los turistas hoy en día, sino el de Poenari, de más difícil acceso y en una zona en la que los que mandan de verdad son los osos, una auténtica fortaleza que se encuentra en ruinas, aunque creo que se puede visitar si te has agenciado un buen calzado: son cerca de 1500 escalones los que tienes que subir por un intrincado sendero. Ese castillo que sale en la foto sí que está muy cercano a la región natural de Drácula; el otro, el de Bran, será muy bonito para los turistas pero no tiene mucha relación con el personaje del libro.

©Destinoinfinito.com

Espiritualmente el personaje de Drácula es un personaje inseguro. Aunque posea una enorme fuerza y las extraordinarias capacidades de un vampiro conoce sus carencias, cómo depende de otros para realizar grandes viajes y lo peligroso que resultaría que le sorprendieran durmiendo en el ataúd. Ya tuvo un encontronazo con Jonathan en ese sentido. El sol no lo desintegra como hemos visto miles de veces con otros vampiros, pero disminuye en gran medida sus capacidades. Va aprendiendo a actuar sobre la marcha.

  En antaño (él mismo se lo confiesa a Jonathan) fue un individuo de prestigio. Su obstinación contra los enemigos fue el secreto de sus victorias militares. Él habla de sus antepasados, pero igual está recordándose a sí mismo, como después descubrimos a través de los estudios bibliográficos de Van Helsing. Pasados los siglos, la criaturita no ha cambiado tanto y reincide una y otra vez en los mismos comportamientos que le llevaron al triunfo. Esto me resulta muy interesante: su parte humana es la que dictamina los comportamientos y las acciones que emprende. Aunque sea una bestia son los razonamientos humanos los que le hacen optar por una cosa u por otra.

Cuando acosado por sus enemigos emprende el regreso a su nido transilvano solo está pensando en retroceder para atacar de nuevo. Él tiene tiempo, su naturaleza es inmortal; sus perseguidores no disponen de tanto tiempo. Mina ha sido marcada con su sangre.

Al final, como todo el mundo sabe, la determinación del grupo (no sin sufrir alguna baja) consigue vencer al monstruo. La parte final de la obra es la que nunca me ha convencido. La persecución es magistral; pero uno esperaría mayor resistencia de las tres vampiresas que habitan el castillo y que ya no eran unas recién llegadas en el mundo de los espectros, como si podría serlo Lucy.

Estas tres vampiras se les aparecen a la “contaminada” Mina y a Van Helsing por la noche, y este último consigue ahuyentarlas con una hostia sagrada. Vale, de acuerdo. El poder de Dios se impone sobre las criaturas del diablo, nos parece algo muy osado pero podemos pasarlo. En la Biblia se cuentan cosas aún más sorprendentes. Lo incongruente viene después cuando, con el brioso canto de las aves anunciando la mañana, Van Helsing parte hacia el castillo y en una larga jornada (que se nos cuenta muy por encima) clava las estacas y corta las cabezas de las tres.

  Uno esperaría que en un castillo tan bien protegido como el de Drácula no se pudiese entrar así como así, y que las tres vampiras hubieran ofrecido mayor autonomía y resistencia, y más sabiendo que Mina y Van Helsing merodeaban el castillo; pero da la impresión que el escritor quiere acabar la novela con prontitud y estos tres personajes, que al principio de la historia le sirvieron para un par de memorables escenas, ya no le sirven. ¿Qué pensaría Drácula de sus tres pupilas? Desde luego no se sentiría muy orgulloso por la escasa resistencia demostrada. Una cosa es que alguien que se hospeda dentro del castillo encuentre tus estancias (véase el caso de Jonathan), y otra que un individuo que nunca ha estado allí y que solo tiene referencias pueda entrar con tanta facilidad y fulminarlas. Una fortaleza solo puede ser tomada desde dentro.

Dicho esto, la obra es magnífica y toca muchos palos: lo gótico, la telepatía, las leyendas vampíricas, lo mortal y lo no mortal, lo viejo y lo nuevo, el mundo de las enfermedades mentales, las transfusiones de sangre, la taquigrafía, el fonógrafo, el hipnotismo, etcétera. Es una obra muy moderna para sus días. El deseo erótico aparece de una forma muy velada e inteligente, lo cual no deja de ser un mérito por parte de Stoker, ya que se podría haber formado un gran escándalo en una sociedad tan puritana como la victoriana.

  Lo que no toca para nada es el amor (solo hay una pequeña referencia en una conversación entre las tres vampiresas del castillo y el Conde); así que todas esas películas que nos muestran a un Drácula arrebatado de pasión no se ajustan a la realidad del libro, por más que nos encante la actuación de Wynona Ryder en una de esas películas.

Nada más. Por hoy ya está bien de vampiros y espectros.

Hasta otra.