Melancolía de la resistencia, de László Krasznahorkai

Él no necesitaba nada para transportarse; de hecho, ni siquiera le hacía falta transportarse para pasar de aquí, de la aridez devoradora de esta minúscula población terrenal, al «océano inconmensurable del firmamento», ya que en la imaginación y en el pensamiento, que en su caso nunca se separaban, llevaba treinta y cinco años navegando por el mágico silencio del cielo estrellado. De hecho, no poseía nada—toda su propiedad se resumía en un abrigo de cartero y en los demás elementos del equipo, un bolso con la correa para colgárselo del hombro, una gorra y unas botas—, de modo que podía medir todo cuanto tenía con las vertiginosas distancias de la cúpula ilimitada; y así como se movía con total libertad, como en casa, por aquel espacio inmenso e inabarcable, no encontraba, prisionero de su libertad, su lugar aquí abajo, en la estrechez de esta «aridez devoradora» que no podía compararse con el cosmos sin límites, y clavaba la mirada radiante en los rostros amables, pero también oscuros y atontados, como hizo también esta vez, al plantarse ante el estirado cochero para repartir los bien conocidos papeles. «Usted es el Sol», le dijo en voz baja a la oreja, y ni siquiera se le pasó por la cabeza que no fuera del gusto del hombre, que no quisiera ser confundido con otro, precisamente él que no podía oponerse, ocupado como estaba en los párpados que se le cerraban y en la noche amenazadora. «Usted es la Luna», señaló luego Valuska, volviéndose hacia atrás, hacia el robusto cargador, el cual, sin pensar, se encogió de hombros, dando a entender que le daba igual, y acto seguido empezó a girar y a bracear desenfrenadamente, tratando de recuperar el equilibrio perdido por causa de aquel movimiento imprudente. «Y yo soy entonces la Tierra».

“La tierra” es interpretada por Valuska, el hijo de la señora Pflaum, amigo del director de orquesta retirado y el inquilino más poético de la taberna Hagelmayer, justo en el párrafo en la que el propio Valuska se sirve de los borrachuzos asistentes de la taberna, a la hora del cierre de la misma, para hacer una performance con sus cuerpos e imitar el movimiento de los astros, “porque nosotros las personas sencillas podemos comprender algo de la inmortalidad”, y “el modesto papel del hombre en el universo”. Es una de esas escenas grandiosas, (epifanías de lo trascendente), en las que la pluma de este escritor húngaro de apellido casi impronunciable, Krasznahorkai, alcanza cotas de enormidad en las que nuestras neuronas se cortocircuitan.

Vayamos a lo importante: Melancolía de la resistencia, es de los libros más densos y más profundos e inclasificables que he leído en toda mi vida. Yo hacía una broma por twitter sobre que la literatura del rumano Cărtărescu  era un juego de niños respecto a este escritor; eso, sin duda, es un poco exagerado, porque el rumano también se las trae con el despliegue de sus mundos oníricos, y también porque son dos escritores con estilos muy distintos: el rumano es “mucho más sencillo de leer” y con unas formas y pretensiones “más digeribles”. El húngaro es el escritor del fin del mundo y de la decadencia, del eterno ciclo del ascenso y caída de Dios; profundiza en el legendario divorcio entre el cielo y la tierra y teoriza sobre el nacimiento y la muerte, para él dos ejes que marchan en una misma dirección, pues su máxima es que todo lo que nace, por el mismo hecho de nacer, lleva implícita su propia destrucción. Ambos son unos monstruos.

  Y eso es tanto así que con ni con dos relecturas completas me ha resultado suficiente para extraer con presteza todo lo que se encuentra en este libro. Y me temo que Krasznahorkai —en mi humilde opinión un gnóstico sin Dios— es muy consciente de lo ambivalente de sus atmósferas creativas, de cómo puede ser diferentemente interpretado por cada sensibilidad que se atreva a sumergirse en ese mundo abisal que resulta su literatura.

Pillemos el periscopio para atisbar algo.

  Dividida en tres partes: “Circunstancias extraordinarias”, “Las armonías de Werckmeister” y “Sermo super sepulcrum”, “Melancolía de la resistencia” esencialmente nos cuenta el derrumbe de una población tras la aparición de una especie de circo ambulante en el que viaja una ballena disecada. Sí, una ballena. Si a eso le sumamos que nos encontramos con personajes tan raros como un director de orquesta que vive confinado en su cama porque está cansado de su mujer (según su opinión: “un saco de patatas”), al mismo tiempo que está cansado del mundo y de la propia incapacidad de la música para llegar a los sonidos más puros ya estaríamos subiendo mucho la apuesta; pero si a eso le sumamos que la propia esposa del director es una verdadera fascista del orden y la limpieza, PATIO LIMPIO, CASA ORDENADA, y una manipuladora tan enorme que aprovechará los disturbios que se sucederán con la llegada de la ballena para imponerse, la cosa se nos irá de las manos.

Pero eso no es todo porque nos faltan todavía el más grande de los personajes: Valuska, el héroe, un muchacho treintañero sin oficio ni futuro, el muchacho de los recados, que se dedica a diario a ir de acá para allá acompañando a borrachos y desocupados y es un angelical aficionado del movimiento giratorio de los astros. Ah, y eso sin olvidar a la señora Pflaum, aficionada a la opereta y una enana pechugona que es la propia madre de Valuska “la que ya se ha cargado dos maridos”, según nos cuenta György, el director, muchas páginas después, y con la que se abre esta novela demencial, cultísima y gigantesca en ese viaje de tren que resulta uno de los comienzos más desternillantes que yo recuerdo. El cómo los personajes van evolucionando dentro de la obra es una muestra más de la capacidad literaria del húngaro. Por ejemplo, el director de orquesta, el señor Eszter, también llamado György, evoluciona desde la negación y aislamiento de la realidad hacia un sentido más práctico, puesto que reconoce “que no podía luchar contra las dimensiones de la decadencia”; Valuska, sin embargo, va hacia el nihilismo y la confrontación, cuando al principio era un muchacho angelical al que solo le interesaban los astros.

A eso hay que sumar otros personajes igual de extravagantes: véase el comisario alcoholizado o el Duque, por ejemplo, todos los que acompañan la comitiva de la ballena o los soldados y el teniente coronel, y, sobre todo, más allá de los personajes, un estilo sin fisuras en el que un párrafo se alarga y alarga y alarga hasta el infinito y más allá. El estilo Bernhard-Beckett, la doble B, de la que yo hablaba con ironía en uno de mis relatos incluidos en “El emperador de los helados”; pero en realidad podemos confirmar que ese estilo fue, esencialmente y para aprovechamiento exclusivo y extremo del papel, el estilo elegido por Montaigne. Puede que mucha gente no lo sepa pero los ensayos de Montaigne estaban escritos así, originalmente, pues cada ensayo-capítulo solo estaba compuesto por un solo párrafo. Luego posteriores ediciones y traducciones fueron manipulando las intenciones del escritor francés, dejándonos unas ediciones de sus ensayos que él no hubiera para nada autorizado, con la excusa simplista de hacerlo más accesible y que llegase a más lectores.

Por su parte Krasznahorkai nos deja descansar de vez en cuando para que recuperemos el aliento. Aprovecha algún cambio de narrador para darnos un poco de tregua, pero desengáñense, no es que esté pensando en sus lectores, ni le interesa ni los tiene en cuenta, es que está trabajando (cual los buenas estrategas) en un repliegue para avanzar con más fuerza por otros flancos.

Porque lo suyo es una auténtica carnicería: contra la estupidez, contra la ignorancia, y contra la complacencia artística. No conozco otro escritor vivo más salvaje y profundo:

. “El nacimiento y la muerte sólo son dos momentos estremecedores de un continuo despertar”.

. La circunstancia irremediable de que la propia naturaleza había dejado de funcionar correctamente, de que la antigua fraternal alianza entre Cielo y Tierra había concluido para siempre, de que a partir de ese momento había empezado nuestra órbita solitaria en el cosmos, en medio de la basura de nuestras leyes desintegradas, en la que finalmente «quedaremos allí atontados, como corresponde, sin entender nada, y miraremos tiritando cómo la luz se aleja de nosotros>>.

. “Porque quería ver y veía, en efecto, la luminosidad que retornaba a la Tierra, quería percibir y percibía, en efecto, el calor que la inundaba de nuevo, y quería vivir y vivía, en efecto, la profunda emoción que uno siente al comprobar que se ha liberado del peso terrible de la angustia provocada por una oscuridad aterradora, gélida, parecida a una condena».

El estilo y la densidad del húngaro abrumarán. Las indagaciones en los estudios de los sonidos musicales deleitará a unos pocos y dejará sin capacidad de raciocinio a la mayoría; las escenas de violencia astral y humana y la ironía de la decadencia son marca de la casa, un sello propio que se alaga ya décadas de quehaceres creativo; el húngaro escribe así y sobre ese tipo de cosas tan locas y profundas y está en otra categoría superior a la mayoría de escritores vivos y muertos, en el olimpo de los escritores más excelsos de todos los tiempos, y poco a poco su voz se irá imponiendo por aplastamiento.

Leerlo no es solo salir de nuestra zona de confort, es una experiencia estética- filosófica-musical de muy altos vuelos.

Cuando todo esto se pudra, cuando nuestros huesos ni siquiera sean alimento para gusanos y el planeta ni exista ni los hijos de los hijos de nuestros hijos siquiera estén vivos y no sean más que cenizas ahogadas y frías, de eso que antaño fue en sus mejores momentos temblor y vida, seguirán resonando las estruendosas carcajadas de Krasznahorkai por toda la galaxia. Este tipo conoce los secretos más feroces e íntimos del universo. Yo he llegado a esa conclusión tras leerlo con frenesí durante meses y ver en una entrevista sus ojos azules e hipnóticos. Les incluyo una entrevista que solo he podido encontrar en inglés para que aprecien que no estoy exagerando.

En fin, que el escritor del fin del mundo les espera. No será un viaje sencillo, para nada, pero si tienen la paciencia para adentrarse en sus visiones este profeta- demiurgo de las tierras del sureste húngaro (limítrofes con Rumania) les recompensará con creces. Ni este libro ni el de “Tango Satánico”, ni siquiera algunas escenas-epifanías-orientales de “Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río” son de las que se te olvidan al día siguiente. Se te quedan ahí dentro grabadas a fuego en la memoria lectora. Y eso pese a la alta exigencia que nos propone. Un titán de la literatura.

 Hasta otra.