Lamenté la muerte del crítico literario Harold Bloom, en octubre de 2019. Por entonces ya tenía en mi poder este vasto libro de “Novelas y Novelistas. El canon de la novela”, editado por Páginas de Espuma en su colección de Voces. Otro más de esa inmensa y enorme conjunto de crítica literaria que este hombre hizo en vida.
De Bloom he leído casi todo lo que se ha editado en castellano, porque aunque muchas veces no estoy de acuerdo con sus afirmaciones pocas mentes de nuestro tiempo han leído tanto y han vivido tanto en literario. Destaco entre mis preferidos “Anatomía de la influencia”, “Shakesperare: la invención de lo humano”, “Cómo leer y por qué”, “¿Dónde se encuentra la sabiduría?, y “Genios: cien mentes creativas y ejemplares”. Puede que su obra más polémica y conocida sea “El canon occidental”, pero casi todo lo que está inmerso ahí ya está en otros libros suyos, y puede que mejor explicado.

A Harold Bloom se le puede y se le debe criticar por su excesivo predominio de lo occidental frente a otras tradiciones literarias, pero es inevitable que un crítico literario formado en lengua inglesa destaque la suya por encima de las demás. En una vida no da tiempo a leerlo todo, ni siquiera a un voraz lector como fue Harold Bloom. Y pertenecer a una tradición literaria, la escrita en lengua inglesa, de la que salió Christopher Marlowe, Chaucer, Shakespeare, Jane Austen, Robert Browning, Virginia Woolf, Walt Whitman, Mark Twain, Herman Melville, William Faulkner, Cormac McCarthy, Wallace Stevens, etcétera, no es poca cosa. Condiciona muchísimo.
En cuanto a sus polémicas con la ortodoxia de la crítica literaria, pues en parte llevaba Harold mucho de razón, puesto que los estudios literarios actuales están excesivamente politizados y en nuestras sociedades de las pantallas y de la tecnología invasora cada vez se lee peor. La ideología o la identidad no puede ser un baremo para decidir si un libro contiene calidad o no. La alta cultura-literaria- occidental, esa trinidad formada por Shakespeare, Dante y Cervantes, que tanto defendió Bloom en vida, no peligra. Son autores tan originales que seguirán vivos hasta el final de los tiempos. Basta leerlos y releerlos para darse cuenta de eso. Pero los formidables autores en los escalones inferiores, véase (por ejemplo) Herman Bröch, Thomas Mann, el propio Goethe, “padre indiscutible” de los dos anteriores, por poner solo unos pocos ejemplos y todos de una misma tradición literaria: la que proviene de la lengua alemana, sí que corren el riesgo de quedarse aislados en las bibliotecas para rémora de estudiosos de época y poco más. Hemos de alguna manera perdido la base cultural para abordarlos y disfrutarlos en total plenitud.
Le guste o no a la gente hay mucha más magnificencia creativa en una sola página “La muerte de Virgilio” que en la inmensa mayoría de los libros que se editan cada año. Ya ni hablar de las estupideces que escriben esos fantasmas que pululan por las letras castellanas y se prodigan por la tele y por la prensa, tan repletas de individuos altaneros, ignorantes y serviles. En ese sentido Harold Bloom llevaba toda la razón: el tiempo acribilla a la mediocridad; pero puede que su cabezonería y su indudable machismo le cerrase las puertas de un público más amplio, que en un momento dado pudiera haberse deleitado con su vastísimo conocimiento de la literatura.
En cuanto a Novelas y Novelistas no es un libro uniforme, sino una recopilación de artículos sobre novelistas que van desde Cervantes a Paul Auster y a Ami Tan, pasando por infinidad de autores (sobre todo autores), y casi todos (en su gran mayoría) de lengua inglesa. Nada que sea muy nuevo o que no conociéramos por otros libros suyos y artículos. A destacar el amplio capítulo dedicado a la obra de Saramago y el dedicado a Kafka. Bloom es de los pocos críticos que yo conozco que analiza al autor checo en el contexto de su judaísmo. Acertando de pleno en ello. Sin profundizar en su conflictiva y emocional lucha con la tradición judía es imposible adentrarse hasta la médula en sus alegorías narrativas. Bloom fue también judío (creo que sabía hablar el yiddish con perfección) y comprendía y sabía del ambiente en el que anímicamente y culturalmente se desenvolvió Kafka.
Dicho esto, si tienen oportunidad de leer Genios: un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares, vayan directo al capítulo dedicado a San Pablo. A Bloom los editores le prohibieron que incluyera a Jesús de Nazaret como genio, y el neoyorkino les engañó haciendo ver que ese capítulo lo dedicaba a San Pablo, pero en verdad de quién está hablando es de Jesús de Nazaret.
Sócrates y Jesús de Nazaret son los dos genios creativos de nuestro mundo sin haber escrito ni una sola página. Ambos influyeron hasta la médula en nuestra cultura. Puede que Homero ande en una categoría similar, pero al no tener datos fiables de su vida no lo sabemos a ciencia cierta. Lo que resulta indudable es que Homero influyó tanto o igual que los otros dos en toda nuestra cultura occidental. Y es que los libros religiosos: el Tanaj, la Biblia, el Corán, son ante todo y sobre todo libros de literatura, tanto como la Ilíada y la Odisea puedan serlo. ¿Por qué hemos de utilizar para analizarlos distintos métodos que los que utilizamos con Homero, con Italo Calvino, o con el propio Shakespeare?, ¿es que acaso los tres mencionados son escritores menos sapienciales e imaginativos que los escribas que trabajaron en el Antiguo Testamento?
En definitiva, un libro para seguir disfrutando de ese inmenso cascarrabias que fue Harold Bloom. Un hombre enamorado de la literatura clásica que se dedicó a su estudio en cuerpo y en alma, y del que tuvimos la suerte de disfrutar desde muy joven pese a estar en desacuerdo con muchas de sus apreciaciones.
De hecho, si no hubiese sido por su «magisterio» yo difícilmente me hubiera acercado a leer a Samuel Johnson, su gran predecesor en la crítica literaria y su “daimon” en influencia. Y la verdad, tampoco hay página escrita por Johnson que sea un desperdicio, como tampoco la existe en Bloom. Ambos son gigantes de la crítica literaria. Y hay que valorarlos por ello sin dejar de señalar también sus flagrantes errores.
Hasta otra.