“Unos años después, cuando ya había escrito y publicado un puñado de libros —o sea, dejado atrás el tocar sólo canciones de otros—, ingresé en una tercera fase: el lector hijo de puta. Ya no me sentía obligado a leer más de unas cuantas páginas si sentía que las palabras no estaban bien pulidas (<<No pretendo soportar nada que pueda abandonar, escribió Edgar Allan Poe en una carta al periodista John Beauchamp Jones). Ya no toleraba frases flojas, ni cacofonías indeseadas, ni lugares comunes, ni palabras que yacían medio muertas en la página. Con el tiempo llegué a comprender que este examen petulante de la prosa de los demás era una consecuencia natural del meticuloso y exigente examen de la mía. Comprendí o más bien racionalicé que tenía ahora muy poco tiempo para la lectura, y que necesitaba aprovechar este tiempo. Pero también comprendí que me había convertido en un lector impaciente e intolerante”.
Sigo en esa tercera fase, sigo siendo un lector hijo de puta, pero uno que desea o implora que algún día le llegue una cuarta fase.
Y luego nos regresa: “Y pues ahí estaba, en París a los veintiocho años, leyendo libros como una especie de adicto mientras me iba enfermando cada vez más”.
Mientras leía este pequeño y último volumen de Eduardo Halfon, “Un hijo cualquiera”, pensé y llegué a la conclusión que la verdadera condición de su literatura es la del desarraigo. La del desarraigo con mayúsculas. Desarraigo como guatemalteco y por extensión de todo un continente sacudido por la violencia; desarraigo como judío; desarraigo como escritor; desarraigo como lector; desarraigo como superviviente y desarraigo como hijo; ahora también desarraigo como padre. Siempre desarraigado. Siempre en el descansillo de la escalera siendo testigo de la existencia. Siempre ofreciendo su particular narrativa, con un mundo propio y reconocible con sus propias reglas autónomas. Una auténtica diáspora sensitiva.

Porque Eduardo, que es uno de los escritores más cosmopolitas en lengua castellana, poco a poco nos va ofreciendo capítulos de una obra que podría editarse en un único ejemplar. O como mucho (para no hacerla muy pesada) en dos o tres volúmenes. Aquí, en este en concreto que nos ocupa, la narración está expuesta en pequeños segmentos, a modo de relatos, pero todos participan de una exploración emocional sobre el mundo de la paternidad y su condición de escritor judío y guatemalteco. De hecho, la violencia en Guatemala ocupa el grueso central del libro y la familia es su hilo conductor.
Coincido con algunos amigos lectores al creer que Halfon se halla en “un descenso creativo”. Lógico por otra parte que suceda en alguien que publica cada poco. Pero aun así siempre tiene momentos muy memorables. Véase, por ejemplo, el primero que abre el libro en “Un pequeño corte”, que me parece deudor de la mejor literatura y que invita (se sea padre o no) a la reflexión sobre cómo las decisiones de los padres influyen y condicionan (muchas veces casi de por vida) a sus hijos. En este caso en concreto se habla sobre la circuncisión o no de su hijo. Y como este pequeño acto engloba toda una declaración de intenciones, que no se restringe a la visión judaica sino también a la afectiva y emocional.
Podemos proseguir con ese pequeño segmento de “Unos segundos en París”, que he extraído para la entradilla de esta reseña, y en el que sobresale esa teoría sobre la lectura de Halfon que me encantó y que no he podido evitar incluirla. También a subrayar el relato de “Benin” que sobrecoge por relatarnos tantísima crueldad en el conflicto guatemalteco, y el último del libro, “La marea”, cuyo comienzo es tan maravilloso como sigue:
“Hervía la arena negra. Tuve que caminar rápido, sobre piedras y conchas y pedazos de plástico y largas semillas de mangle, hasta sentir en mis pies de niño el frío bálsamo del mar. No había nadie ahí, salvo un viejo indígena metido hasta la cintura entre las olas, pescando con un hilo casi invisible que lanzaba y luego enrollaba entre su palma y su codo.
Deme la mano, dijo mi padre. La marea está muy fuerte.
Quiero solito.
Que me dé la mano, le digo.
Permanecimos un rato así, en silencio, él agarrando mi mano con algo de tosquedad, nuestros pies metidos en el agua fresca y espumosa.
Yo me ahogué en este mar.
No entendí. Busqué su rostro hacia arriba.
Tenía más o menos su misma edad, dijo, cuando me ahogué en este mar”.
En fin, estamos ante otro artefacto de pulida prosa, que para los admiradores del escritor guatemalteco igual se nos hace muy escaso y no todo lo “ejemplar y uniforme” que desearíamos. Como si la propia ficción en la que Eduardo Halfon ha convertido a su Eduardo Halfon literario no nos fuese suficiente sin nuevas dosis elevadas de dramatismo y desarraigo sobre su identidad familiar.
Y casi me entran ganas de decirme a mí y a otros lectores que le dejemos descansar un poco. Que le demos mimos y espacio para reconstruirse como persona y como ente de ficción. Porque yo tengo muy claro que la mejor prosa siempre sale del mayor sufrimiento y del trabajo más extenuante. No se escribe una obra tan completa y compleja (aunque de prosa muy accesible) sin tener múltiples heridas vitales.
Ya volverá por la puerta grande. Porque al igual que la muerte siempre tiene la puerta abierta para los seres vivos las puertas de la gran literatura siempre se suelen derribar a empellones y patadas. O con pólvora. O con fuego.
Estoy seguro de ello. Por eso me imagino al escritor recluido a cal y canto en sus campamentos de invierno. Velando armas. Leyendo como si no existiese un mañana, que es la forma que tienen los grandes narradores de revitalizarse y seguir resistiendo las hostilidades desatadas por sus propias (y a veces también ajenas) exigencias.
Feliz año de grandes lecturas. Y mucha alegría y felicidad para todos.
Hasta otra.