“Puesto que tengo ojos y manos y testículos, puesto que la linfa y la sangre circulan, sometidas a la gravedad, por los tubos de mis arterias y de mis venas, puesto que todo yo soy un motor que se envuelve en un hilo de materia, que engulle comida y elimina heces, y que gracias a ello alimenta el giro de los cientos de billones de peonzas y trompos que me configuran, recuerdo, como si hubiera sido ayer, la fase inflacionista del cosmos, la campanita de oro que cada uno de nosotros sostuvo una vez entre los dedos y que, a través del grosor de las bandas y de las dimensiones, de las fases y de los huracanes, del tiempo con su flecha probabilística ha sonado y suena siempre en medio de nuestra mente con un tintineo de oro”.
En la amplísima historia literaria siempre ha existido una tradición que podríamos definir como gnóstica-hermética, sin necesidad de que esa búsqueda de la gnosis tenga un sentido religioso al uso, sino de búsqueda perpetua del conocimiento, de perseguir a través del lenguaje escrito las irradiaciones de la luz cognitiva, una totalidad que sobrepase a la muerte. Por lo tanto, el mundo onírico-espiritual de Mircea Cărtărescu no resulta ninguna novedad, responde a esa amplísima tradición a la que han pertenecido cientos y cientos de escritores, y que generación tras generación parece seguir en la brecha y en la certeza de que los dioses creadores somos nosotros mismos. Sí, nosotros mismos, pequeños dioses imaginativos que vivimos en dos planos distintos: el de la realidad, el diario, el histórico de nuestros progenitores y seres queridos, el tiempo que por suerte o por desgracia nos ha tocado vivir; y el mundo de los sueños, el onírico, la visión de los poetas y de los niños: dos faros visionarios capaces de transformar cualquier elemento de la realidad y amoldarlo según sus miedos y anhelos.

En esta impresionante saga de Cegador que termina con “El ala derecha”, estos dos elementos, el realista y el onírico, están magníficamente conjugados; bueno, en realidad están magníficamente conjugados y superpuestos en toda la obra del rumano, pero esto se hace muy visible en las que yo creo que son sus grandes obras hasta ahora: “Solenoide”, y estas tres de Cegador: “El ala izquierda”, “El cuerpo”, y “El ala derecha”, que es la que nos ocupa hoy. Desconozco su poesía que todavía no he leído, pero sus relatos, por lo menos los relatos que he podido leer, no poseen esa ambición desmesurada que ha demostrado en estos libros citados, y eso que algunos son muy buenos. También es verdad que el primero de esta saga no lo disfruté, “El ala izquierda”, porque lo afronté acompañando a un familiar en un hospital y no hallé manera de concentrarme en esa prosa tan densa. Dejé visión de ello en la reseña que le escribí en su momento en este mismo blog. El segundo, el de “El cuerpo”, un volumen en el que Cărtărescu aparenta ser casi un entomólogo, me pilló con molestias (no muy importantes pero sí muy incomodas) en el brazo derecho, y tampoco lo disfruté como me hubiera gustado. Era una lectura excesivamente profunda para lo que mi metabolismo exigía en esos momentos, si bien recuerdo un pasaje-épico–astral-circense que me pareció impresionante. Igual dentro de poco los releo con mayor atención y los disfruto como se merecen.
En fin, vayamos al meollo: el por qué necesita el escritor rumano acompañarse de toda esa simbología hermética-espiritual (las campanas, las luces, los insectos, las figuras geométricas, las alusiones a textos cabalísticos o bíblicos, los Conocedores, etcétera) para contarnos (en este caso) el desmembramiento de la Rumanía de Nicolae Ceaușescu, a la vez que nos va contando sus vivencias familiares, su recreación imaginativa, su querencia afectiva- maternal: un clásico en casi todos sus libros, y dándonos entrada a su muy particular mundo imaginativo, pues básicamente por tres razones: porque ha leído muchísimo y le salen todas esas lecturas por los poros; porque está hablando de la inmortalidad y del alma humana (la mariposa es el símbolo de ello: del alma humana); porque la historia, tal y como se ofrece y conoce por lo habitual, importa un bledo a los grandes escritores. De hecho las referencias a Rimbaud cada vez que está hablando de los episodios violentos que se desencadenaron en Timişoara son tremendos; hasta el escritor se ha preocupado (o en este caso su traductora: Marian Ochoa de Eribe) de que el famoso verso de Rimbaud: “¿Qué nos importan, di corazón, estos charcos de sangre?”, (que es el verso resultante y oficial de la que puede que sea la mejor traducción y edición crítica de Rimbaud en castellano: Cátedra, edición bilingüe de Javier del Prado) esté incluido entre comillas; ¡o sea, uno de los poemas más sociales y violentos del eterno adolescente francés, en los que se reduce la historia, las leyes, todas las monarquías y gobiernos, hasta las masas del pueblo, a una simple balanza entre los que están oprimidos y los que se aprovechan de ello, pues básicamente Rimbaud (que siempre pisaba el suelo, hasta cuando vivía en el delirio) estaba refiriéndose a la Comuna, es aprovechado y honrado por Cărtărescu para explicarnos la Revolución rumana de 1989! Y además no una vez. He contado un mínimo de hasta cinco inclusiones de ese verso de Rimbaud en diferentes pasajes del libro. (Por cierto, en la quinta ocasión por fin Cărtărescu nos confiesa lo que ya sabíamos desde la primera: que es un verso de Rimbaud). Por lo tanto, dos episodios de ideologías y de naturalezas absolutamente distintos unidos por la visión literaria del rumano. Unidos por el nudo gordiano de la literatura.
Y esto no gusta al oficialismo literario, les despedaza sus lecturas parciales e interesadas, sus lecturas ideológicas, porque uno lee cualquier suplemento de literatura de los que se publican en castellano y no asiste a la lectura de un suplemento de literatura como debiera ser de rigor, lo que asiste es a un mediocre atentado de propaganda comercial e ideológica que en la mayoría de los casos resulta insoportable y tiene muy poco que ver o nada con la literatura. La literatura es otra cosa, es el mundo en el que impera la imaginación y se destruyen o cuestionan todas las certezas: capaz de unir siglos y seres y cuerpos en un mismo impulso a través del simbolismo y la belleza y la hondura de las palabras.

Pero es que los homenajes literarios no se acaban ahí, Kafka y Dante también sobrevuelan el vuelo de la mariposa en algunas ocasiones, si bien no son influencias categóricas para la gestación de Cegador: ¿de dónde procede esa capacidad casi mágica de mezclar tiempos, voces, acontecimientos de la intimidad más personal y grandes episodios históricos-épicos?, ¿de dónde esa ambición y ese verbo majestuoso y al mismo tiempo flexible como un junco? Pues de una obra de un escritor mexicano: Terra Nostra, de Carlos Fuentes. En mi opinión una de las grandes obras de lo que se vino a llamar “el boom latinoamericano” (que no fue otra cosa que una operación de marketing editorial a gran escala; en Latinoamérica nunca han escaseado los buenos escritores en ningún momento, lo que sí ha fluctuado son las ganas de dárnoslos a conocer a este otro lado del océano) y que no ha sido valorada en su justa medida, porque contra su ambición sin parangón y su fortaleza imaginativa se estrellan muchos lectores. Cărtărescu parece que no. Que no solo no se estrelló, sino que lo ha leído y releído en diversas ocasiones. Es tremendo apreciar que la formación literaria del rumano tiene más que ver con el imaginario de Fuentes, Borges, Carpentier, Laiseca, Cortázar, García Márquez, etcétera, que con muchos otros escritores centroeuropeos, y eso nos encanta, porque demuestra que los verdaderos escritores se forman ellos solos en la intimidad de sus bibliotecas, sin el acompañamiento de cursos y diletantes y demás especímenes del mundillo literario, en este caso junto a la ventana famosa de ese fantasmagórico Bucarest, que uno ya la confunde pero que creo que sale en casi todos los libros de la saga de Cegador, y creo que también sale y es capital en Solenoide, porque el mundo de Cărtărescu es como ese feto de Herman que le nace en la cabeza: te alumbra y sobrecoge y confunde por su densidad, por su extrema y radical densidad, al mismo tiempo que te seduce e hipnotiza.
En sus páginas asistimos a una capacidad visionaria y de ensoñación cercana o limítrofe a la transustanciación. Hay en concreto un extenso capítulo que me parece absolutamente grandioso. Es el que acaba con la figura de su padre quemando el carnet del Partido; pero hasta llegar ahí asistimos a todo un baile sarcástico (en mi memoria lectora aparecía otra vez Rimbaud con “El baile de los ahorcados”, pero en este caso Cărtărescu no dejó ninguna señal visible), tanto familiar como colectivo, y cuya metáforas del régimen de Ceaușescu y sus acólitos son de una magnitud visionaria poderosísima. A ese lugar solo puede llegar un autor/a en la plenitud de sus facultades creativas. ¡Exagero! A ese lugar solo pueden llegar unos pocos elegidos en la plenitud de sus facultades creativas. No más.
Leyéndolo te nace un feto en la cabeza por aplastamiento cognitivo; nos embarazamos de lo que en el fondo del fondo no es sino una luz que titila aportando emanaciones de belleza, espíritu y profundidad, porque al final del todo esa mariposa que simboliza el alma, todo esos conocimientos fisiológicos, científicos, espirituales, rituales, cosmológicos, de vivencias, en una palabra: literarios, están puestos al servicio de la búsqueda de la inmortalidad, o si no de la inmortalidad sí del vencimiento de la muerte, porque un escritor cuando pone todos sus recursos sobre la mesa, cuando pone toda la carne en el asador, cuando su verbo se fusiona junto a su cuerpo en un mismo vuelo de conciencia sensorial, “en el manuscrito que sangra”, diría Cărtărescu, que a la vez añade en una frase “mi manuscrito es el mundo”,está de alguna manera venciendo a la muerte, arrinconándola. Y eso es lo que consigue el rumano en sus grandes obras.
Dejemos que la mariposa hable sola y aletee con sus emanaciones de luz y belleza literaria y deseemos una larga y próspera vida a este milagro viviente de los Cárpatos, a este dacio imaginativo e irreductible, cuya fuerza interior ha de ser similar a la que debía ser otorgada a la antiquísima deidad de Zamolxes (o Zalmoxis, que Heródoto si no recuerdo mal la nombraba así), y cuyos seguidores creían (como todos los dacios de la época) en la inmortalidad del alma.
Personalmente no creo más que en la buena literatura, “en los estados de la conciencia literarios” que diría o podría decir Alberto Laiseca, pero con eso ya es suficiente para sentirme afortunado de leer a Cărtărescu. Él sabrá qué quiere hacer con mis perjudicadas y embriagadas conexiones neuronales, pues cada vez que lo leo se producen en mi interior cortocircuitos y terremotos, y pierdo la noción de quién soy y en dónde estoy leyendo. El espacio físico-temporal ha sido clausurado y solo cuando acabamos de leer uno de esos inmensos párrafos logramos salir a flote para volver enseguida a sumergirnos y poder seguir disfrutando de esos corales fosforescentes que el rumano ha dejado caer muy delicadamente cada pocas páginas. ¡Ahí está la belleza más pura e innata de la gnosis creativa!, me digo para darme empuje y aliento, y nado extasiado hacia su luz…
Ahí va una pequeña inmersión para despedirse:
La vejez y la muerte eran para los viejos y para los muertos. Para el niño eran los cielos increíblemente profundos de aquellos veranos, los chistes de Jean, los gritos de Lumpa, la llamada de su madre desde el balcón, cada tarde, como un eco de la oscuridad. Él estaba todavía creciendo en medio de la ruina y de la desdicha, su telomerasa tenía un número infinito de vueltas, su sol no se apagaría jamás, y el polvo de estrellas del cosmos interminable se pegaba a sus pestañas lacrimosas. Pasarían eones hasta que la terrible lámina número cinco del insectario de Rorschach (Hermann Rorscharch) se extendiera a lo largo de toda su vida, tocando su nacimiento con el ala izquierda y su muerte con el ala derecha y gritando de manera insoportable sobre el ángel afligido, con su polígono y su cuadrado mágico. “La telomerasa, la enzima de la vejez y la muerte, es la astilla clavada por el Señor en mi carne, porque Su poder alcanza la perfección de la debilidad…”, añadió Hermann, y hundió de nuevo la cabeza en el pecho, apoyando, como un feto, la frente en el esternón y apretándola contra él, como si hubiese querido llevar a cabo en aquel instante en que la luz se tornaba ya rosada lo que han soñado siempre los místicos y los profetas: la fusión entre el cerebro y el corazón.
La literatura de Cărtărescu es un evangelio vital y literario. Un océano creativo y visionario en el que sumergirse no es fácil, pero que como toda gran literatura exige un esfuerzo para ser recompensados.
Sed felices.