Reseña de «Tras los versos del Capitán Veneno»

“El mar, la mar, el mar de Cádiz 

    es la pasión pura y primera 

    que a un gaditano cualquiera 

    desde niño tantas veces 

    lo fascina, lo estremece, 

    lo enloquece y lo envenena. 

    Descalzo frente al horizonte, 

    correteando ante el Atlántico. 

    Investigando en las arenas, 

    Tirándose desde los puentes. 

    De la Victoria a la Caleta, 

    alzando el puño en cada roca, 

    bailando con cada sirena, 

    de la Caleta a la Victoria. 

    Y haciendo lanzas con las cañas 

    y atragantándose de sol y sal, 

    Bendita el agua y su importancia 

    que es el veneno de la mar”. 

                                                      “La banda del Capitán Veneno” 

A menudo suelo reseñar libros vanguardistas de literatura. Por lo general obras de estilo y voluntad complejas que abren (o yo considero que abren) brecha entre la literatura más comercial y la literatura que imperará (o sobrevivirá) en el futuro. A veces pueden ir de la mano, pero no suele ser lo habitual. Hay una distancia cada vez mayor entre la literatura de lo que se suele llamar “el gran público” y la literatura de una minoría para una minoría asqueada de tanta mediocridad. 

   Curiosamente en el carnaval de Cádiz está ocurriendo al contrario: un arte que emana de lo popular y cuyo principal motivo es honrar a lo popular se está elevando a las cotas más excelsas. Y no es un hecho aislado que podamos apreciar con la obra de Juan Carlos Aragón; tal vez él sea por su formación filosófica y por su singular mezcla libertaria el que lo ha llevado más lejos, pero si hacemos memoria (por poner solo unos ejemplos) ya hace unas décadas existieron autores con una clara y evidente calidad literaria: Pedro Romero, con esa capacidad suprema de redondear y finalizar sus pasodobles, y el mítico autor y compositor José Luis Arniz, cuya vida carnavalesca y bohemia daría para una enciclopedia. Autores valientes que escribieron lo que quisieron sin cortapisas. 

   Por lo general, pese a esa vinculación que yo pueda sentir hacia el tipo de literatura que suelo reseñar, no me supone un esfuerzo emocional tener que hablar sobre esos libros; hoy es totalmente es distinto, puesto que para empezar no voy a hablar de una obra de ficción, sino de un estudio literario sobre la obra de un autor de carnaval.  Y esto es realmente complicado, puesto que conozco desde pequeño gran parte de esas letras, las he cantado con los amigos y conocidos, las reconozco y ubico al instante, y de alguna manera han estado presentes a lo largo de mi vida. 

  

Recuerdo que cuando éramos unos adolescentes Juan Carlos Aragón, el autor en cuestión que Cristina Braza tan bien analiza en este estudio, pegaba su primer gran “pelotazo” con “Los tintos de verano”. Aquellas letras eran también nuestras, explicaban y formaban parte de nuestras salvajes y desordenadas vidas. La cantábamos en la playa al mediodía y por la playa por la noche y a todas horas. Aún hoy me sé el popurrí de memoria y recordarlo me hace sonreír. En nuestro grupo no conocíamos a Juan Carlos, pero esperábamos con ansias sus agrupaciones cada año y nos sentíamos muy cercanos espiritualmente, aunque fuésemos justo la generación que iba por detrás. Por entonces, Cádiz ya era lo que es a día de hoy y lo que casi siempre ha sido a lo largo de su historia: un pequeño y obstinado reducto de la alegría y de la cultura popular. 

   Por entonces Juan Carlos solo escribía chirigotas, pero era fácil darse cuenta de que pasodobles como los de “Las ruinas de Cádiz” o “Los Yesterday” dejaban asomar un talento literario muy por encima de lo habitual, y aunque él autor, por voluntad ácrata y por irreverencia se sintiera siempre un chirigotero, era en la comparsa donde su talento iba a llegar más alto. 

   Y vaya si brillo, pues con “Los condenados” y con “Los ángeles caídos” (que por cierto era el propio grupo que había estado con Martínez Ares un montón de años) dejó una honda huella en nuestros corazones. 

   Y si bien es verdad que raras veces se le premió en el concurso (si no recuerdo mal solo tuvo tres primeros premios en comparsas: “Araka la Kana”, “Los millonarios”, y “Los mafiosos”) también es cierto que sus letras eran de las que dejaban poso, y se podían seguir escuchando una vez pasado el carnaval. Es más, muchas letras inéditas que no se cantaron en el Falla eran mejores que algunas que se cantaron. Y es que muchas veces la presión de los propios grupos por alcanzar un premio y las propias normas del concurso que encorsetan la creatividad atenazan a nuestros mejores poetas. 

   Porque hay que decirlo bien alto: nuestros poetas son carnavaleros y son irreverentes. Y esto es algo que hay que agradecer a Cristina Braza: el equiparar la literatura con nuestras poéticas letras de carnaval. Explicar cómo la obra de Juan Carlos se asienta y fluye a través de la influencia que tuvo para él las obras de Antonio Machado, Pablo Neruda, los autores de la generación del 27 o los cantautores musicales. Y esto es así y se sabe si se ha sentido esta tradición desde la cuna. No hay distancia creativa ni de calidad entre una gran obra literaria y un buen pasodoble de carnaval.  

   Así que el libro va desmenuzando las letras de Juan Carlos y se van explicando las diferentes influencias y retoricas literarias utilizadas; la formación filológica de la autora es reconocible en este estudio y eso también es novedad porque no suele ser lo habitual. La elegancia en la que trata algunos aspectos de la vida de Juan Carlos mencionándolos, pero sin regodearse en ellos, simplemente comentándolos para explicar la hondura y los avatares emocionales de algunas letras, da testimonio del respeto de la autora hacia el desaparecido autor. 

   También a resaltar el modo como ha estructurado el libro: por bloque temáticos. Letras dedicadas al amor, a la libertad, críticas sociales y revolucionarias, odas…, etcétera. Me ha parecido muy inteligente. Porque al final el resultado parece similar a unos círculos concéntricos en lo que la enorme coherencia creativa de Juan Carlos sobresale en su brillantez y en su complejidad.  

   El libro se abre con dos pequeños prólogos que le dejan ya a uno “tocadito” por lo emocional, uno de ellos escrito por el propio padre de Juan Carlos, fallecido también recientemente.  

   No hace mucho estuve paseando por el barrio de La Laguna, el barrio más vinculado a Juan Carlos y el barrio en el que “secuestraron algunos años de mi vida” en eso que algunos llaman “escuela”. Recuerdo que iba andando y mirando bares pocos concurridos para tomarme un café sin que nadie me molestase. No estaba muy avanzada la mañana. En el camino luego hacia el Paseo Marítimo iba resonando en mi cabeza el pasodoble ese de “Cuando me vaya del barrio”. Y ese verso de “mi barrio es un continente donde cada calle es como una frontera que sin aduana lleva hasta la playa los niños descalzos” me recordó a mi infancia y toda la gente que hoy ya no está. Sinceramente creo que es lo mejor que un autor gaditano ha escrito desde Carlos Edmundo de Ory. 

   Ese Cádiz ya no existe. La mayoría de la gente o se fueron o están muertas. Nuestra juventud de sol y arena se extinguió como un sangrante atardecer de otoño. Yo tampoco estoy casi nunca y solo voy a Cádiz de muy tarde en tarde. Soy como una especie de nómada y extranjero en todas partes. Pero los pasodobles inmortales siguen reviviendo entre sus calles cada vez que transitas por ellas, y el mar sigue ahí, impertérrito, enorme testigo no solo de nuestras vidas sino de todas las vidas pasadas y futuras que vendrán.  

   Me gusta acercarme a la orilla y escuchar “a ese mar”, porque tengo la certeza que es nuestro primer y mejor profesor de música, aparte de nuestro mayor confidente. A veces pienso que si pudiera hablar y cantar (más allá de sus propios y reconocibles ritmos internos y naturales) nos cantaría coplas de carnaval por doquier, y entre ellas, por supuesto, muchísimas coplas de Juan Carlos.  

Por ejemplo, una como esta: 

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