«El libro de nuestras ausencias», de Eduardo Ruíz Sosa

Le costó mucho comprender, después de un tiempo, que lo que buscaba no era un cuerpo, era una voz

monstruo la voz

que puede vivir sin palabras

que no es

ni carne ni ausencia de carne

es un músculo, nos llama sin lengua ni dientes, camina con nosotras sin tocarnos no es un eco sino una sombra viva ellos la voz y nosotras el cuerpo que sigue vaciado como un caracol pero muerto

si nada queda del cuerpo, ¿qué hacemos?

Un desaparecido es una voz sin cuerpo, decía la primera

rastreadora;

y que los ausentes dejan rastros

Ellos mismos son un rastro, es verdad, pero todos vamos llenos de objetos siempre, cargamos con enseres y utensilios, las llaves de la casa el teléfono un encendedor de metal que dura más que los rasgos de la cara el reloj o los zapatos o los calzones o un pendiente que se desprende de la oreja con

la sequedad de la tierra

son cuerpos lo que deseamos, decía

pero hay que aprender a buscar lo otro

porque hasta el recuerdo se corrompe

De un tiempo a esta parte vengo escuchado y leyendo cosas muy positivas de un escritor mexicano llamado Eduardo Ruíz Sosa. Un escritor relativamente joven (nació en el 83, en Culiacán) y actualmente reside en Cataluña. Hasta el momento ha publicado tres libros en nuestro país: “Anatomía de la memoria”, que nació gracias a la beca de creación literaria Hans Nefkens, editada en Candaya; el libro de cuentos “Cuántos de los tuyos han muerto”, también en Candaya; y esta novela que nos ocupará hoy, “El libro de nuestras ausencias”, una vez más editada en Candaya, y mi primer acercamiento lector a este singular autor.

Lo primero que hay que decir sobre esta novela de casi quinientas páginas es que va sobre la violencia del norte de México. Un tema que se ha tratado en numerosos libros y que casi ocupa un género en sí mismo. Sin embargo, por el tratamiento de la prosa y los delgados hilos de ensamblaje que ha utilizado, podría asegurar que es uno de los libros más originales que se han escrito sobre el tema.

Es difícil ser original en estos tiempos; pero aún más difícil es innovar en el lenguaje, porque lo que primero llama la atención es su prosa, sin puntos y quebrada, en un ejercicio sostenido de aliento lírico, en el que los tiempos históricos se van mezclando a través de voces de lo que no son personajes al uso, sino fantasmas y muertos, (en realidad, si se pone a uno a pensarlo, todos los personajes literarios son siempre fantasmas, en todo caso, como mucho, proyectos de esqueletos verbales; títeres del hilo de las obsesiones; espantapájaros sin tanta energía vital como la de ese magnífico cuento de Nathaniel Hawthorne), ausencias en definitiva, en lo que sin duda podría catalogarse de poema en prosa. ¿De qué manera se podrían manifestar los ausentes sino con esta prosa fragmentada, profunda y quebradiza, como pequeñas lajas que arrastra la corriente del tiempo? Su estilo es tan avasallador que las imperfecciones que puedan asomar a la novela quedan aplastadas.

El hilo del tiempo no transcurre al uso de lo habitual en la narrativa, sino que se entremezcla en la búsqueda de los desaparecidos, y lo mismo asistimos a una pequeña inmersión histórica del pasado novohispano que a tiempos más reconocibles y modernos. Lo que se trata de lograr es dar voz a esa cantidad de ausentes y asesinados; no nos olvidemos de los feminicidios, las víctimas del estado y las de los narcos, en una radiografía de la violencia que supera los siglos en un auténtico torrente de sangre. Y todo eso aliñado en una tradición literaria que sigue profundizando en la particular relación que establecen los escritores mexicanos con la muerte, léase a Juan Rulfo, Elena Garro, Octavio Paz, Agustín Yáñez, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, Jorge Ibargüengoitia, Roberto Bolaño (que no era mexicano pero vivió parte de su juventud allí),  y los maravillosos y no muy conocidos por el público europeo Gerardo Cornejo y Jesús Gardea, etcétera.

Bien recuerdo que mis esfuerzos narrativos sobre el norte de México dieron a luz tres novelas y un buen número de relatos que a día de hoy (casi todos) permanecen inéditos. Por lo general las editoriales españolas suelen ser muy reticentes a editar nada que se salga de sus habituales y manidos “ecosistemas”; pero me sirvieron para explorar esas huellas de la violencia que nacen (en parte) de una profunda desigualdad que se arrastra desde los días del novohispano, mi estudio de los abigeos y de las rutas que utilizaban para saquear las cabezas de ganado y los caballos en los ranchos así me lo confirmaron (si bien mis pesquisas abarcaron los actuales estados de Chihuahua, Coahuila, un poco Sinaloa, por supuesto el norte de Sonora, más bien la sierra de la Huachinera, Guachinera en el novohispano, que es limítrofe con el estado de Chihuahua y en la que se podría decir que he vivido espiritualmente; Durango y Zacatecas no se escapaban, pues su peso de esclavismo en las minas durante el novohispano era como un terrible foco vector; el otro, el de “la resistencia proscrita”, hablamos desde mediados del siglo XVIII a las primeras décadas del XIX, estaba localizado en el terrible Bolsón de Mapimí, habitual laberinto árido y agreste en el que convivían abigeos e indígenas, que unas veces separados y otras en comunión se refugiaban allí tras sus asaltos abigeos); curiosamente esas mismas rutas que de una punta a otra utilizaban las partidas de abigeos e infidentes, también los indígenas, ya fuesen lipanes, mezcaleros, yaquis, seris, o partidas de comanches que bajaban al sur en peregrinación saqueadora, están a día de hoy también salpicadas de violencia y pobreza, como si el tiempo tal y como lo concibe Eduardo Ruíz Sosa solo fuese uno y no muchos, como si las décadas y los seres viviesen y muriesen en un mismo ciclo de violencia que es siempre el mismo, aunque cambien las fechas y los siglos y las prendas y los aparatitos de los que nos valemos en el día a día, como si todo fuese igual y no hubiese esperanza de que cambiase nada. Y da igual que los hechos o las voces se manifiesten alrededor de un teatro (en realidad una cárcel en Sinaloa), porque los ausentes y los asesinados y las fosas y los familiares que buscan a sus muertos están por todos lados en el norte de México.

Es realmente elogiable el esfuerzo estilístico de este libro, que no van a saber disfrutarlo muchos, puesto que tiene una dificultad intrínseca en su magnífico uso del lenguaje y de las voces narrativas que lo convierten en un libro especial y distinto: hermoso, cruel, lírico, y hasta duro de asimilar. Desde luego la ambición literaria que demuestra está muy por encima de lo que se suele encontrar por lo habitual. Justamente desde Daniel Sada no leía a un autor tan radical en el uso del lenguaje. Y eso es decir mucho.

Puede que la inclusión explicita de José de Gálvez no esté todo lo bien perfilada que debiera, o que llegue demasiado tarde en el libro. Pero ese gran estilo que tiene, como afirmé al comienzo de la reseña, se impone a todo. Y al final es lo que queda. 

Por último lamentar el recién fallecimiento de Paco Robles, que junto a Olga Martínez fundaron y han sido Candaya. Una editorial imprescindible en nuestro panorama literario y que ha servido de puente a muchos escritores latinoamericanos, como es el caso del magnífico Eduardo Ruíz Sosa.

Que la tierra le sea leve.

3 comentarios en “«El libro de nuestras ausencias», de Eduardo Ruíz Sosa

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