«El imperio comanche»

Llegaron en pequeñas oleadas desde el norte. Aprovecharon los pasos de las montañas Sangre de Cristo para alcanzar las tierras del sur. Se habían separado del tronco de los shoshone, posiblemente buscando bisontes y caballos. Los primeros que se toparon con ellos fueron los utes y pese a las palabras que utilizaron para nombrarlos, “el que siempre quiere pelear”, “el que siempre se opone”, no tardaron en hacer las paces sellando una unión que modificaría toda la geopolítica en los territorios del sur, esos que limitaban con las extensas praderas, entonces ocupadas por un conglomerado de grupos apaches que eran semiagrícolas, y al sur con Nuevo México y Texas, bajo el dominio español.

Los primeros registros de que algo anómalo estaba ocurriendo en la frontera más septentrional del Imperio Español datan de 1706. Solo diez años más tarde, la alianza de los Utes y de los que después serían conocidos como comanches, numunu para ellos mismos, asolarían el oeste de la Apachería y todo el norte de las posesiones españolas con continuos asaltos buscando caballos y armas, esclavos y alimentos. El precario equilibrio español estaba a punto de derrumbarse.

Hace muchos años que leí este ensayo, El Imperio Comanche, escrito por un historiador finlandés de nombrecito casi impronunciable: Pekka Hämäläinen. En estos días me he visto casi en la obligación de releerlo tal asistir a un cúmulo de idioteces “supuestamente históricas” en las redes sociales.

Algunos aprovechan la historia para hacer ideología, olvidando que los sucesos históricos tienen su propia idiosincrasia. Poner unos documentos de alianza entre comanches y españoles (con los nombres indios castellanizados) para arremeter ante la violencia de los angloamericanos auspiciando las bondades patrias y el integramiento que tuvieron es no tener ni puñetera idea de historia; o algo incluso peor: utilizarla, sola y exclusiva, para tus espurias intenciones.

El acuerdo tal existió, pero no fue tal y como se cuenta. Es más, no fue el único. Al igual que también existieron acuerdos y alianzas con los apaches; unas veces para luchar contra los comanches, y otras para intentar exterminar a los apaches, según la necesidad soplase. El imperio español en los territorios del norte adoleció casi siempre de financiación y cuando la tuvo se desperdició en misiones muy alejadas para ser efectivas y en multitud “de regalos” hacia los comanches para “comprar su paz” y evitar el saqueo. Ni uno ni lo otro fueron muy efectivos.

Tras la llegada de los comanches y la alianza con los utes aconteció un periodo de treinta años en los que los comanches, mejor preparados y con más caballos, exterminaron la Apachería del norte: apaches jicarillas, palomas, carlanas, cuartelejos, etcétera, sufrieron no solo la invasión de sus rancherías (la mayoría de ellos tenía una economía semiagrícola adaptada de los indios Pueblo), sino que no contentos con esos esclavizaban a sus mujeres y niños. Luego los vendían en las ferias de los pueblos de Nuevo México y Texas, ante la pasividad de las autoridades españolas, que sobre el papel tenían la esclavitud prohibida, pero que en realidad se lucraban con ella en mano de obra barata, tanto para las minas de Zacatecas y otras regiones, como para las haciendas de los nobles. Hubo hasta envío de esclavos apaches a las lejanas plantaciones de tabaco de Cuba, así que imagínense.

El enfrentamiento entre los comanches y apaches fue de una violencia sin parangón. Y detrás de ello no solo existía rencillas mutuas, sino la búsqueda y control de los enormes pastos para los bisontes y los caballos que tenían entonces los apaches. Y no solo eso: conquistar y poner en fuga a los apaches abría las puertas al maíz y las verduras de los indios taovaga y a todas las manufacturas francesas del otro lado. Tal y como señala el historiador finlandés: “fue una guerra por la posesión de los hidratos de carbono”. A tal punto llegó la desesperación que algunos apaches solicitaron ayuda a los españoles y prometieron incluso “recibir las aguas del bautismo”. España se pensó mucho cómo actuar. Por una parte, le interesaba esa alianza apache-española, sobre todo para frenar las ansias de expansión de los franceses desde sus puestos comerciales en la Luisiana (que posteriormente fue incluso española durante un pequeño periodo de tiempo). Tanto se lo pensaron que incluso mandaron algunas expediciones para ver qué se estaba cociendo en la frontera norte.

Las expediciones mostraron la verdad del asunto: los comanches dominaban y exterminaban al resto de pueblos indígenas a su antojo, y los españoles no tenían recursos suficientes para frenarlos. Para colmo, los apaches del sur (faraones principalmente —mescaleros para hacernos entender—), aposentados en sus recónditas rancherías de las Montañas Sandía, visto lo que les estaba ocurriendo a las otras naciones apaches comenzaron a convertirse en auténticos guerrilleros que en pequeños grupos asaltaban los ranchos y las haciendas del norte y el este de Sonora, de Chihuahua, Cohauila, etcétera, buscando caballos, ganado, armas y comida, ya que habían perdido el acceso a las praderas y al comercio de la caza de bisonte, aparte de todas las verduras que comerciaban con las naciones apaches del norte, lo cual era primordial para casi todos los pueblos de la zona para su propia subsistencia.

Al final, tras algunas decisiones contra los comanches que solo empeoró la situación española, Tomás Vélez Cachupín, tanto en su primer mandato como en el segundo, se vio obligado a firmar la alianza, pero no con los apaches, sino con los comanches, buscando poner freno a las acometidas apaches del sur, y, al mismo tiempo, un periodo de paz para los pueblos de Nuevo México, que se habían visto asaltados por los comanches tras prohibírseles comerciar en sus ferias. Esa es la verdad del asunto. España no firmó una alianza con los comanches por “sus buenas intenciones morales” y “porque respetase a las naciones indias más de lo que luego lo hicieron los angloamericanos”, es decir: nada, eso es una patraña como una casa, sino porque la situación de las posesiones españolas en Nuevo México era tan precaria que los comanches si se lo hubiesen propuesto podrían haber expulsado a los españoles; y también porque el asalto tan al sur de unos cada día más desesperados apaches estaba desequilibrando la situación en el mismo corazón de la Nueva España. Lo hizo por pura necesidad estratégica y de supervivencia. No hay más.

En Texas tardó mucho más en llegar la paz. Puesto que los colonos y los apaches lipán habían llegado a un acuerdo para defenderse mutuamente de las acometidas comanches. Eso desembocó en una mayor ira de los comanches que asaltaron y quemaron todo lo que pudieron, incluidas misiones aparentemente bien fortificadas. Al final, los apaches lipán huyeron hacia el sur y los españoles volvieron a llegar a un acuerdo con los comanches de no agresión y comercio mutuo. Tan enormes eran las caballadas y la carne de bisonte y las cabezas de ganado y los esclavos que los comanches poseían que económicamente tanto Nuevo México y la Texas española no hubieran podido sobrevivir “sin sus mercancías”. Es más, los habitantes de estas dos regiones, llamémosle Provincias Internas según una nomenclatura de la época, preferían en la mayoría de las ocasiones negociar y tener las puertas abiertas a los comanches que a las propias tropas españolas. De ahí nació una colaboración mutua y una mezcla racial y socioeconómica (sobre todo en Nuevo México) del que derivaron en lo que posteriormente se vino a llamar “los comancheros”.  Esa es la verdad del asunto. Se habían convertido en dependientes “del poder comanche”. Y estos asaltaban y negociaban según sus propios intereses. De hecho, cuando llegaron los comerciantes americanos a los antiguos puestos avanzados de los franceses proporcionaron mejores armas a los comanches de las que tenían las propias tropas españolas; a cambio los comanches ofrecían lo que tenían en abundancia: caballos, ganado, pieles de bisonte y todo lo que conseguían en sus ataques relámpagos. No era raro que tanto en Taos como en otras ferias de Texas y puestos comerciales los comanches vendiesen los mismos caballos que les habían robado. Sus caballos propios jamás entraban en el negocio, puesto que eran como de la familia y eran mimados y mezclados para obtener las mejores caballadas.

El ensayo va mucho más lejos de lo que yo lo voy a hacer en esta reseña: abarca toda la historia de la Comanchería, con momentos de absoluto dominio y otros menos afortunados, ya que al depender de los bisontes y de los caballos cuando los bisontes comenzaron a quedar diezmados, parte sobreexplotación india, parte divertimento del avance civilizatorio, o cuando llegaron periodos alargados de sequía y la hierba no brotaba con su habitual fuerza en las praderas, su economía sufría muchísimo. Las epidemias de viruela y de cólera hicieron el resto.

Cuando los americanos llegaron para aposentarse y arrebatarles sus territorios los comanches no eran ni sombra de lo que antes habían sido. En sus mejores momentos se calcula que la población comanche podría haber superado los cuarenta mil habitantes. No se cree que cuando comenzó la expansión americana quedarán más de cinco mil. Eso sí, conocieron un pequeño renacimiento a mediados del siglo XIX, que casi da por traste a todos los habitantes de Texas y a todos sus caballos, pero fue solo un pequeño fulgor de lo que habían sido en antaño.

Los americanos tuvieron mucha suerte de encontrar tanto a los comanches como a los apaches muy diezmados por siglos de violencia y por las terribles epidemias y patógenos occidentales que asolaron a los pueblos indígenas. Una cosa parecida pasó en el norte con “los temibles” Pies Negros, tanto a los americanos como a los canadienses, pero esa es una historia que tal vez rememore en otra reseña, porque tuvo un contenido de heroicidad y épica que solo puede equipararse a lo vivido por los últimos apaches libres.

No hagan caso de los que utilicen la historia para soltarles su rollo interesado e ideológico. Su panfleto y su basura. La historia es tal y como es y la naturaleza humana siempre ha sido capaz de lo mejor y de lo peor. En todas las latitudes y en todos los siglos. Nuestro planeta está cubierto de sangre y de asesinatos, de vergüenza y oprobio en toda su extensión, y al mismo tiempo de actos heroicos y desprendidos, de creatividad y de arte. Y así será hasta el final de nuestros días sobre la tierra.

Nuestro progreso tecnológico nada tiene que ver con el progreso emocional de los seres humanos. Básicamente seguimos siendo los mismos idiotas que hace miles de años. Y no hay esperanza alguna que en el plano colectivo avancemos demasiado. Eso sí, nuestra capacidad para la supervivencia y la aniquilación está más que demostrada a lo largo de la historia. A saber, qué será de nuestro futuro. No esperen demasiado de los descendientes de esos monos presuntuosos que se izaron hace ya «la tela marinera de un mogollón de años». A pesar de estar “alzados y en pie” todavía no hemos sabido abrir los ojos en derredor, más que para satisfacer nuestros propios deseos.

Hasta otra.

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