La aurora cuando surge, Manuel Astur

  “Según los periódicos, era el 9 de febrero de 1986, y por lo tanto yo acababa de cumplir seis años. Estábamos en Sama, en la casa familiar en las montañas, y esa noche iba a pasar el cometa Halley. Supongo que me explicó que la última vez que había pasado fue en 1910, tal vez me dijera que la próxima sería en el 2061. Pero para un niño, ni el antes ni el después son importantes. Lo importante era que se trataba, así me lo contó, de una estrella ardiente como la del portal de Belén que todavía no habíamos quitado de la repisa de la chimenea. 

Pasaría de madrugada. Mi padre se ocuparía de despertarme y lo veríamos juntos. 

A la mañana siguiente, me dijo que su despertador no había sonado. “Lo siento, hijo, pero no te preocupes, podrás volver a verlo cuando seas anciano. Para entonces, te despertarán tus nietos”, me dijo, sorprendentemente contento a pesar de haber perdido su única oportunidad de verlo. 

Toda mi vida creía esta versión. 

{…} Pero esta noche, cuando el comenta que fue mi padre se aleja definitivamente de mí órbita, bajo el mismo firmamento, con los mismos agujeros para que respiremos en la tapa de la caja en la que algún dios menor nos metió, sorprendiéndome una vez más por el infinito viaje que ha hecho un meteorito para terminar ardiendo apenas un segundo frente a mis ojos, esta noche, por fin comprendo, y sé que es cierto, que aquella otra noche de hace treinta y dos años mi padre vio el cometa Halley sin mí. Solos él y su presente. Ahora sé que no puso el despertador, que no durmió, y que en la espera decidió no verlo conmigo. El cuerpo celeste había pasado veintiocho años antes de que él existiera, y pasaría muchos años después de que dejara de existir. Seguramente, no quiso asomarse a ese abismo junto a mí. 

Sé que es una entradilla muy larga, y que incluso recortada parece inapropiada para incluirla al inicio de una reseña, pero a mí me parecieron las páginas más hermosas de un libro por sí hermoso, y no quería pasar la oportunidad de citarlas. 

¿Qué nos vamos a encontrar en “La aurora cuando surge”, de Manuel Astur? Pues dos viajes, uno el exterior que va a transcurrir por Italia, de norte a sur, y que a modo clásico e imitando el viaje litúrgico de muchos artistas en siglos pasados rememora esa tradición cultural; otro, el viaje interior: Manuel rememora la figura de su padre, ya fallecido, y con él escribe un libro de duelo entrañable. 

La prosa es sencilla y pulida. Los capítulos cortos y deliciosos. Hay una serena aceptación del hecho de la muerte que sobrecoge. Un propósito personal (el de recuperar la figura del padre) se convierte al paso de las páginas en un hecho colectivo. 

Es un hecho irrefutable que todos nos vamos a morir. Que nuestra muerte está señalada en el calendario, y también la de todos nuestros seres queridos. Pero aceptar íntimamente nuestra extinción implica domar abismos y miedos, como si la propia escritura de Manuel Astur, tan serena y pulcra, fuera una especie de exorcismo interior. 

Su viaje por Italia no es el típico de un turista, no tiene nada que ver con eso. Él anota lo que ve, se metamorfosea con el paisaje, piensa, se mezcla con los lugareños, reflexiona sobre la experiencia humana; todo está abierto y todo forma parte de nuestro viaje vital, de nuestra aventura en el mundo. 

Me ha gustado mucho. Es la primera ocasión en la que leo algo de este escritor y si la salud no me falla espero que no sea la última. Merece la pena, pues pese al tema del duelo no es un libro triste sino maduro y necesario. 

Hasta otra. 

Relatos autobiográficos, Thomas Bernhard

“El mundo es un establecimiento penitenciario con muy poca libertad de movimientos”. 

Aprovechando que Anagrama ha reeditado los libros autobiográficos de Thomas Bernhard he revisitado cuatro de los cinco libros (el otro, “Un niño”, lo releí hace un par de meses, con lo cual lo tengo todavía fresco) de una de las obras más devastadoras y más radicales del siglo XX.  

Hablar de este tomo es hablar de una prosa musical e infinita, de un verbo iracundo y de una vida al límite, por sus enfermedades y por su visión contracorriente. La literatura de Thomas Bernhard es una experiencia de altos vuelos literarios que nos reafirma en la capacidad aniquiladora y transformadora que poseen las grandes obras creativas. 

El volumen se abre con “El origen”. Primer libro de esta autobiografía absolutamente devastadora.  

Son los años de adolescencia de un jovencísimo Thomas Bernhard. La guerra no ha acabado. Los bombardeos destrozan las ciudades austriacas y alemanas. Salzburgo es una pocilga en la que pensar en el suicidio es lo más común. Y luego ese personaje siniestro, Grünkranz, que cuando llega la paz se reproduce en el prefecto del Tío Franz. 

Pocas veces un libro resulta tan duro. Salvo la amable figura del abuelo, todo lo demás está imbuido de un espíritu maligno, catastrófico, empezando por la ciudad de Salzburgo a la que Bernhard dedica una retahíla de insultos. 

Lo llamativo es que allí dónde existía un retrato de Hitler luego se pone una cruz y allí donde se cantaban canciones de alabanza al Tercer Reich ahora se cantan otras a la misericordia de Cristo. El catolicismo y el nacionalsocialismo equiparados en un mismo cáncer: “En el fondo, no había absolutamente ninguna diferencia entre el sistema nacionalsocialista y el católico en el internado, todo tenía solo otra mano de pintura y todo tenía solo otras denominaciones, pero la secuencias y las consecuencias eran las mismas”. 

Una entrada por la puerta grande a la autobiografía. 

Seguimos con “El sótano”. Un libro que en cierta medida podría denominarse “alegre”. El jovencísimo Bernhard ha elegido marchar en la “dirección opuesta” a su familia. La situación social es durísima. Ya ha acabado la guerra y la hambruna es tremenda. Se depende de las fuerzas de ocupación, en este caso de los americanos. Gracias a su perseverancia consigue que una funcionaria saque una tarjeta de una tienda de ultramarinos, El sótano, en la que aparece el nombre del encargado del negocio: Podlaha.  

Bernhard consigue trabajo en esa tienda de comestibles. La tienda está situada en lo que podríamos llamar el peor suburbio de Salzburgo, Scherzhauserfeld, la “antesala del infierno”, el lugar más marginal de toda la ciudad y con el mayor índice de delincuencia criminal. Sin embargo, el adolescente Bernhard se siente allí realizado y se integra perfectamente en la vida del barrio. Le gusta su trabajo y coincide con su jefe hasta en sus gustos y estudios musicales.  

Solo el final del libro presagia la pesadilla que va a acontecer. 

“El aliento”, el tercer libro de la autobiografía es demoledor. Junto a “El frío” me parece el más duro de todos.  

La afección pulmonar que padece el joven Bernhard pone fin “a sus estudios musicales” y a su trabajo en la tienda, y lo conduce por el infierno de los hospitales de postguerra. Ahora es su propia vida la que está en juego. 

Es increíble como consigue retratar las percepciones del enfermo, los ruidos que escucha, los objetos imprecisos, hasta el más mínimo detalle desde su lecho de enfermo. Único superviviente de “la habitación de morir”, y habiendo incluso recibido una extremaunción precipitada, el joven luchador consigue poco a poco resistir.  

Terrible. “Cada uno es distinto, cada uno vive de forma distinta, cada uno muere de forma distinta”. 

Da igual las veces que se lea. Sobrecoge. 

Y de ahí pasamos a “El frío”, que es sencillamente espeluznante. A los gravísimos problemas de salud del adolescente se le suman la muerte del abuelo, que es una figura esencial en Bernhard, y también la muerte de la madre, con la que mantiene una relación más tensa.  

Es el momento de casi el abandono total. Ese “Todo da igual” del final del Sótano aquí resuena otra vez. Sin embargo, sacando sus últimas fuerzas consigue domar su afección pulmonar y hasta hacer amigos en la residencia de Grafenhof. 

Los “Relatos autobiográficos” (que en realidad son novelas) se cierran con “Un niño”, que es el más alegre y digerible de todos. Aquí aparecen facetas de la personalidad de Bernhard que no habían sido definidas anteriormente, o que bien habían quedado ancladas bajo la sucesión de catástrofes personales y colectivas. Regresa la época del abuelo y nos situamos en la Austria y Alemania previa a la guerra. Es como una vuelta de tuerca, pues recordemos que en “El origen” comenzábamos en los finales de la guerra. 

En definitiva, un conjunto de obras con la prosa y el verbo inconfundible del escritor austriaco y muy accesibles (creo) en comparación a otras obras de narrativa suyas como “Corrección”. No hay excusas para no leerlo. Si se quiere leer cosas de calidad esta es la mejor puerta de entrada para entrar en el universo del austriaco. 

A Bernhard se le ama o se le detesta. Lo primero es lo más común. Y conocer que llevó una vida atroz en su juventud ayuda más a lo primero que a lo segundo. 

Hasta otra. 

Las lecturas de la semana

Aprovechando mis últimas lecturas voy a hacer algo que no suelo acostumbrar: mostrar un breve hilo de lo que voy leyendo. En este caso más relecturas que novedades, lo cual, en mi caso, suele ser lo habitual. 

Llega un día en la vida de todo lector obsesivo que lo más interesante suelen ser las relecturas, y las novedades no tienen ninguna urgencia. Este método de lectura, contrario a lo que la industria editorial desea, nos ofrece un amplio abanico de posibilidades interesantes: desde espolearnos y sacarnos de una mala racha lectora a incentivarnos a profundizar en grandes obras maestras, que bien porque nos sobrepasaron, bien porque nos deleitaron, son muy necesarias volver a releer. La relectura es una de las mayores posibilidades de crecimiento lector de la que disponemos y no se le da la importancia que merece.  

Dicho esto, ninguna de las obras que he releído esta semana son muy complicadas. Más bien me he apetecido novelas cortas de escritores a los que conozco y leo con cierta asiduidad, salvo la obra de Álvaro Enrigue que sí puede considerarse una obra de envergadura. 

Toda lectura es un diálogo que establecemos no solo con el libro que leemos, sino también con nosotros mismos. 

Los hermanos Rico (Tusquets) 

Comencé el fin de semana pasado con una novela corta de Georges Simenon, “Los hermanos Rico”. Una de las novelas de las que él consideraba “duras” y que a mí parecer engloban lo mejor de su producción.  

En esta pequeña obra de mafia italiana en Estados Unidos asistiremos al problema moral que se le ofrece a Eddie Rico, el mayor de tres hermanos, al que la organización le encarga que vaya a visitar a su hermano Tony, el más pequeño, porque al parecer quiere dejar la organización y está dispuesto a contar a la policía todo lo que sabe. 

Lo más destacable en este libro son los inteligentísimos diálogos que posee. Como con cuatro pinceladas Simenon es capaz de meternos en la historia y llevarnos de la solapa hasta las trepidantes últimas páginas. Una buena novela corta para pasar el rato. No tiene la altura de “El gato”, o de “El fondo de la botella” …, y de tantas otras que este autor tan prolífico nos legó, pero es una buena puerta de entrada para el muy particular universo de Simenon.  

Yo tengo una vieja edición de Tusquets y desconozco si la han vuelto a editar Anagrama- Acantilado, que son las dos editoriales que de forma conjunta están volviendo a poner en circulación las obras de Simenon; pero vale esta o cualquier otra. La calidad de este escritor es muy pareja y está garantizada. 

El caballero inexistente (Siruela) 

Entre la imponente producción de Italo Calvino encontramos tres novelas que casi pueden leerse como una trilogía creativa, aunque independiente y autoconclusivas en cada una de las partes. Son las formadas por El vizconde demediado, El baron rampante y El caballero inexistente

A veces he preferido El vizconde demediado, por ser la primera obra de Calvino que leí. Cuando descubrimos a autor con una visión y un estilo propio esa lectura queda aposentada de forma perenne en nuestro recuerdo. Nos sobrecoge. Sin embargo, con el paso del tiempo me he decantado por El caballero inexistente, que tiene las virtudes de sus mejores libros pero tal vez una fuerza metafísica mayor.  

¿Y quién es El Caballero inexistente? ¿Qué se puede contar para no desvelar mucho de este libro? Pues el caballero inexistente es una armadura. Pero eso sí, pocas veces una armadura por sí sola tuvo tal deseo de ser y existir y tan preclara y arrolladora vitalidad. Los primeros capítulos del libro son para desternillarse. Carlomagno pasa revista de los caballeros y paladines y allí aparece nuestro héroe. Pero el libro no se queda en esa anécdota y, a pesar, de sus escasas ciento y pico de páginas nos conduce hacia otros personajes igual de brillantes. No tiene desperdicio, de verdad. La ironía festiva de este libro es tan gozosa que se nos contagia alegrándonos el día. 

Uno de esos libros que ennoblecen el arte de imaginar historias. 

Ahora me rindo y eso es todo (Anagrama) 

Vamos ya con el único tocho de la semana. Álvaro Enrigue, escritor mexicano y que lleva ya una amplia obra a sus espaldas, salpicada de premios y reconocimientos, nos conduce en esta ocasión a la epopeya de resistencia vivida por los últimos apaches. 

Todo en este libro es interesante: desde la exhaustiva ambientación (muy poca gente sabe que según la región mexicana a los apaches se les llamaba de una u otra manera) a la estructura propia del libro, pues es una especie de rompecabezas con varios hilos abiertos, una forma de concebir la obra narrativa en la que se juega con sus formas.  

Tenemos por una parte la historia de supervivencia del pueblo apache; por otro el secuestro de Camila una aldeana mexicana por el indio conocido como Fuerte, en días posteriores Mangas Coloradas, un hecho histórico totalmente cierto; seguimos con la propia historia familiar del propio escritor y sus andanzas por lo que fue y sigue siendo en muchos aspectos la Apachería. “La idea es escribir un libro sobre un país borrado”. Y así sucesivamente. 

Lo notable es que tantos hilos narrativos no entorpecen el libro, que a veces parece una novela, a veces un ensayo, a veces una crónica histórica, a veces un desahogo familiar. Pero en todas encaja y funciona. 

Yo que he escrito numerosos libros sobre el norte de México, desde los albores de la época novohispana hasta casi principios del siglo XX, puedo afirmar con total sinceridad que este sí es un libro que ha buceado en los documentos históricos de la época.  

Por ahí circulan libros como los de Álber Vázquez o el de “Comanche”, de Jesús Maeso de la Torre, y otros tantos de otros autores igual de mediocres, que son directamente una porquería, pues toman unas licencias narrativas que son un insulto para lo que en verdad aconteció. Se comprende que por más que uno se empape de historia jamás se podrá retratar con absoluta fidelidad ninguna época, pero entre el respeto a lo que fue o pudo haber sucedido (con cierta aproximación) y escribir lo que a uno le dé la gana (y encima sin un ápice de calidad) hay un trecho muy largo.  

El libro de Álvaro Enrigue sí que es muy recomendable, pues no solo reúne un respeto a la historia, sino que encima está bien escrito y aposentado en una estructura inteligente. En verdad lo tiene todo para convertirse en un libro-referencia sobre el tema. Quizá un long seller. No hace ni dos meses leí también de este mismo autor “Tus sueños imperios han sido”, y pese a su sentido del humor no le llegaba ni a las corvas a este “Ahora me rindo y eso es todo”. De los libros que he leído de Enrigue, y ya llevo unos cuantos, es sin duda el que más me ha gustado. 

Y nada más. Por esta semana ya está bien. Sigamos leyendo y cabalgando por el mundo. 

Reseña de «Persecución», de Toni Sala

“Ese es el nivel. Profesores americanos, belgas, ingleses…, los colgados de medio mundo, los saldos de las universidades de todo el planeta vienen a Barcelona porque aquí hace buen tiempo y la gente es abierta y es friendly, es el Mediterráneo pero no acaba de ser África. ¿Y qué quieres que cuenten en sus países para justificar dónde han acabado? No es África, pero es España. El país de los monopolios, del AVE y de los aeropuertos sin aviones, las autopistas sin coches, los bancos privados pagados con dinero público, la amnistía fiscal, la mafia sistemática, el rey corrupto, la manzana podrida de Europa. ¿Qué voy a decirte yo a ti? En mi casa venden cemento y tú dices que llevas una inmobiliaria”. 

Por lo general suelo acompañarme de un pequeño cuaderno de notas en el que voy apuntando mis impresiones de las lecturas que realizo. En ella suelo apuntar el nombre de los personajes, cuestiones referentes al estilo y todo aquello que considero de interés. Básicamente luego lo leo y escribo a partir de ahí mis reseñas. Lo menciono porque al disponerme a realizar esta en concreto, la de “Persecución”, de Toni Sala, me he quedado un poco ojiplático al ver la de veces que he apuntado, junto al nombre de los cuatro protagonistas-narradores, la palabra “intensidad”. Y creo que no iba muy mal encaminado al escribirla y ahora citarla, porque si hay un estilo al que se pueda adscribir esta obra, mucho más acusado que en “Los chicos”, es el de la intensidad. No el realismo, pues yo creo que la naturaleza de este escritor catalán escapa a esa clasificación sobrepasándola. La intensidad es el estilo de Toni Sala. La intensidad y la exploración de la negrura del corazón humano. 

La obra se inicia de una manera contundente: Albert Jordi, la pareja de Élia, le confiesa a esta tras un año de relación que mató a su mujer, y que ya pagó por ello al pasar años en la cárcel. La reacción de Élia es contundente: echa de casa a Albert Jordi; seguidamente quita las sábanas y se pasa un par de días durmiendo e intentando digerir lo que le acaban de confesar. ¿Por qué se lo ha confesado? ¿Por qué alguien con un trabajo aparentemente normal, jefe de ventas en una librería, es capaz de cometer semejante atrocidad? ¿Cómo es que ella no ha sospechado nada en un año de relación? ¿Quién es en verdad ese tal Albert Jordi con el que ha compartido un año de su vida? ¿Es acaso el atento amante con el que ella creía haber asentado su vida o un vil y despiadado asesino? ¿Fue el asesinato de esa mujer “un pronto”, “un accidente”, o, por el contrario, algo planificado y cruel?  

Este tipo de preguntas y otras muchas se hace Élia. Pero en lo que considero un gran logro del libro tanto el asesino Albert Jordi, como Élia, como todos los personajes que van apareciendo, marginales o no, capítulo a capítulo, están igual de desesperados. Como bien se dice en una frase: “El mundo está lleno de infelices con delirios faraónicos”.  

Aquí no se salva nadie. Cada cual a su estilo y espoleado por sus carencias afectivas todos los personajes viven acuciados por sus fantasmas interiores. Lo que hace Toni Sala es ir sacando todos esos fantasmas y hacerlos bailar sobre el texto. 

Novela políticamente incorrecta y valiente en su concepción y en su estructura. Otros escritores se hubiesen quedado en un solo monólogo, el de Élia, y hubiesen asistido a mucha distancia prudencial al de Mercury y la de Teresa, dos personajes tremendos, y mucho menos la inclusión del pájaro Marc y a la exploración del terrible y enigmático personaje principal, Albert Jordi, pues lo curioso es que tras esos primeros días de shock emocional Élia inicia una búsqueda desesperada de Albert Jordi, pero este, que a su vez tiene sus propios fantasmas, huye de ella y de todos como una especie de Wakefield, el famoso personaje de Nathaniel Hawthorne, refugiándose en las inmediaciones del aeropuerto, pero sin viajar hacia Cracovia como fue su primera intención.  

Dividida en tres partes cada una de las mismas podría definirse como una especie de díptico, en la que cuatro personajes-narradores, dos en cada parte, van adentrándonos y sumergiéndonos en esta exploración del mal. A partir de la segunda, en la que aparecen Mercury y Teresa, el libro ya no se puede soltar de las manos. 

Y hasta ahí puedo escribir puesto que la sucesión de acontecimientos es tan escabrosa y angustiosa, y va tan in crescendo, que es mejor que los interesados en este libro puedan descubrirlas por ellos mismos sin que yo les adelante y fastidie nada. Creo que sobre la trama ya he aportado todo lo esencial. 

Eso sí, me gustaría citar que el marco geográfico y emocional en el que se aposenta esta obra es perfectamente reconocible: la Cataluña de 2017, inmersa en la efervescencia independentista y en los atentados yihadistas de finales de agosto en Las Ramblas y Cambrils. Eso es otro acto de valentía literaria: meter a unos personajes tan extremos como los de Persecución en un contexto geográfico e histórico del que todos, en mayor o menor medida, conocemos.  

La edición de Trotalibros (como ya nos viene acostumbrado desde que comenzó su andadura) es exquisita. De esas que merece la pena reseñar y agradecer todas las veces que haga falta puesto que desvela, en su sentido más profundo, un gran cariño hacia el acto de editar libros. 

Galopen hacia la oscuridad del ser humano. Toni Sala, cual un experimentado técnico de iluminación les sobrecogerá con su espectáculo de sombras. 

Hasta otra. 

Reseña «Mejillones para cenar», de Birgit Vanderberke

“Aquel día había mejillones para cenar, pero eso no era ni una señal ni una coincidencia. Cierto que era algo inusual, pero está claro que no era ni una señal, aunque más tarde alguna vez hemos dicho, aquello fue un mal agüero, lo hemos dicho alguna vez, pero seguro que no lo era, como tampoco era una coincidencia. Por qué precisamente aquel día íbamos a comer mejillones, precisamente aquella noche, nos lo hemos preguntado alguna vez, pero tampoco era eso exactamente, de ninguna manera puede decirse que fuera una coincidencia, solo es que a posteriori hemos tratado de interpretar el hecho de que hubiera mejillones para cenar como una señal o una coincidencia, porque lo que pasó después de esa cena fallida fue tan terrible que ninguno de nosotros se ha recuperado aún”. 

Así comienza esta novela corta de la escritora Birgit Vanderberke. Ganadora en 1990 del Premio Igeborg Bachmann. Ediciones Invisibles la ha editado en castellano, en su colección Pequeños Placeres, pues se encontraba descatalogada. 

Nos topamos con una familia alemana en las últimas décadas del siglo XX. El muro no ha caído todavía, pero ya le queda poco. Madre, hijo e hija esperan la llegada del padre, volverá de un viaje de negocios donde previsiblemente se le ascenderá, “el punto culminante de su carrera”, y la familia ha decidido hacerle de cenar mejillones y papas fritas, pues es su comida preferida.  

Todo parece marchar bien hasta que poco a poco el retraso del padre desencadena la agitación de todos los miembros de la familia, cuyas vidas están subordinadas y coartadas por la voluntad del padre. “Es sorprendente lo que hace la gente cuando algo se sale de lo corriente, se produce una pequeña desviación de la normalidad y de pronto todo es distinto”.  

La que nos habla es la hija, cuyo verbo tiene altas resonancias berhandianas, pues las repeticiones y los escasos párrafos se encadenan unos contra otros en un flujo de conciencia apegado a los recuerdos que atesoran como familia. Una voz juvenil creíble y bien lograda. 

Esa inquietud por la espera es la que desencadena la rebelión familiar. “Si mi padre hubiera llegado a las seis no nos habríamos dado cuenta de lo inútil y ridículo que resulta amoldarse a él”. 

En apenas ciento treinta páginas asistimos a todo un estudio de caracteres en los que se nos delata que la hija, la narradora, es rebelde e inconformista; el hijo es algo débil y sensible; la madre es espiritual y práctica; y todos ellos (no reciben en ningún momento nombres) viven laminados por el padre, que es científico y rígido, moralista, salvo cuando gasta el dinero, que entonces es desprendido. 

A leer el libro no solo me llegaban las referencias a Bernhard por el estilo, sino que al mismo tiempo ha sido como si asistiera a una representación teatral de Ibsen, con la salvedad que aquí no asistimos en ningún momento a una tragedia completa, el tono pese al maltrato psicológico y patriarcal es amable e irónico, desde los cuatro kilos de mejillones que se han comprado para preparar la cena a los recuerdos velludos del nacimiento de la hija. 

En definitiva, un buen libro que se lee con enorme celeridad, pues aparte de cortito tiene una prosa fluida y musical. Casi tuve que parar la lectura para que durase al menos una tarde. Un gran descubrimiento de una autora de la que solo tenía hasta hora buenas referencias: Birgit Vanderberke

Recomendable. 

Hasta otra. 

Reseña «Y Seibo descendió a la tierra», de László Krasznahorkai

Y Seibo descendió la tierra, de László Krasznahorkai  

“Me quité la corona y, adoptando forma terrenal, mas sin ocultar los rasgos de mi rostro, descendí entre ellos con el propósito de visitar al soberano Chu, el rey Mu, para lo cual tuve que abandonar las llanuras interminables del Cielo, el Territorio radiante de la Luz, bajar de aquel mundo en el que irradia, emana y fluye la forma y de ese modo todo lo colma la nada, tuve que echar pie a tierra, por así decirlo, desprenderme de la pureza de lo Celeste y trasladarme al instante, porque nada dura tanto como él, pues él no dura ni siquiera eso, de tal modo que mi descenso, de hecho, tampoco duró más que un instante, en el que, sin embargo, caben tantísimas cosas, cabía el camino, como dicen, el camino, como lo llaman, el sendero en esa torpe lengua, la relampagueante aparición del rumbo que tomé para venir de allí aquí, la bajada e incluso la gran pompa con que descendí, ya que cabía todo en él, cabían los primeros pasos como ser humano en la Tierra, donde mi guía, mi único y mudo acompañante, me orientó enseguida y con suma discreción para que encontrase el sendero”… 

Una vez más traigo a este blog una reseña del húngaro László Krasznahorkai. Primero creo que fue “Melancolía de la resistencia”, la que considero su mejor obra de las que están traducidas al castellano a día de hoy; luego ese pequeño y grandísimo libro de “Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río”, repleto de orientalismo y con algunos pasajes de una gran belleza que se te quedan grabados a fuego en la memoria. Porque la prosa de Krasznahorkai es una de las más obsesivas y perturbadora que se pueden encontrar en el actual panorama literario.  Alumno aventajado de Kafka, Bernhard y Beckett, por citar algunas de sus muy palpables influencias, ha diseñado un estilo propio que ya parece marca de la casa, y que en el alto sentido intelectual es inimitable, porque hace falta ser un místico desesperanzado para escribir como él lo hace. 

En esta ocasión, en Y Seibo descendió a la tierra”, se atreve a utilizar de guía a una deidad japonesa en cuyo jardín florece un melocotonero cada trescientos años y que se va a contemplar durante 17 segmentos narrativos o bien las grandes obras creativas de la historia humana o momentos peculiares en las que la búsqueda de la belleza está presente. Esto sobre el papel y sobre la contraportada, pero estamos ante un libro en la que los géneros se pulverizan, los siglos confluyen, las neuronas se vuelan, las numeraciones se aplastan, pues se tiende hacia el infinito en la numeración o sucesión matemática que sugirió Fibonacci, en la que al principio se comienza normalmente con 0 y con 1 y luego se va sumando cada término con la suma de los dos anteriores, y así nos encontramos en el segmento 5 y en el segmento 8, por ejemplo, y de pronto pasamos al segmento 13, que si yo no fallo haciendo cuentas es el resultante de la suma. 

Pero no contento con eso nos lleva a un viaje planetario sobre la creatividad humana y nos encontramos en diversos lugares y diversas épocas, y viajamos, por ejemplo, del imperio aqueménida (o babilónico si se prefiere, deteniéndose en la figura de la reina Vashti, presencia bíblica en el Libro de Ester) a un monasterio budista o a una pintura renacentista, y así en 17 segmentos, la mayoría de ellos en un único párrafo, o en muy pocos párrafos, complementando lugares tan conocidos (incluso para los que no los han visitado) como la Acrópolis de Atenas o la Alhambra de Granada. No obstante, prevalecen los pasajes dedicados al Japón, ya sea con restauradores de monasterios zen a hacedores de máscaras del teatro Noh, o el también bellísimo “Ze ´Ami se va”, el autor desterrado del manuscrito Kintosho, que es el penúltimo segmento y uno de mis preferidos, junto al primero de “El cazador del río Kamo” y el luminoso “Il Ritorno in Perugia”. Hay mucho y bueno para elegir. 

Eso sí, la literatura de Krasznahorkai nunca ha sido sencilla. En “Guerra y guerra”, por ejemplo, muchas veces no sabes qué voz narrativa te está hablando, fundamentalmente son dos las que se entrecruzan continuamente, de ahí la repetición en el nombre del título, pero se pasa de una a otra con tanta velocidad que la lectura se hace muy compleja. En “Tango Satánico”, obra coral y quizá la más conocida por la adaptación cinematográfica de Bela Tarr, acabas enfangado de barro y de esa lluvia que cala y que azota todo el libro, con la música de las campanas de fondo resonando en tu cabeza, en lo que es una historia dura e inmisericorde.  

Y así sucesivamente. Y no es fácil porque exige al lector una atención suprema. Y de todas las que he leído hasta el momento creo que esta es una de las más complicadas, puesto que esa búsqueda de lo sagrado y de la belleza necesita de un conocimiento previo del arte. “Solo el hoy lo significa todo”, afirma un personaje, y casi podríamos darlo por válido como prueba del pensamiento vital y filosófico del escritor húngaro. Por decirlo de una manera clara: esto es un libro de onanismo intelectual, y para disfrutarlo en toda su extensión es necesario saber en cada momento de qué cuadro o de qué obra arquitectónica o máscara del teatro Noh se está hablando. Si se hace un trabajo previo de búsqueda (al parecer la editorial Acantilado considera a todos los lectores de Krasznahorkai autónomos y muy capacitados, y no ha considerado incluir un glosario de las obras de artes que en el libro se citan) sí se puede disfrutar del libro, siempre y cuando no se tema a los meandros por los que discurren esos párrafos inmensos. Pero como yo estoy acostumbrado a escribir así, incluso, a veces, con menos pausa que el húngaro, pues para mí esto es como darme un baño y masaje en un hotel de cinco estrellas. Es música que conozco y no me desentona, para nada. Me transporta cual un extasiado grano de polen por los márgenes del libro. Pero reconozco que si no se está acostumbrado conlleva una dificultad. 

Sin embargo, los libros que exigen son los libros que perduran. La mayoría de los libros sin exigencia, que son por otra parte casi todos los que llegan a la lista de libros más vendidos, vivirán poco más de unas pocas décadas, pues de forma inexorable serán aplastados por el paso del tiempo. Solo los escritores que escriben hacia el infinito y contra el tiempo, en un duelo inútil y condenado de antemano al fracaso, y cuyas dotes implican un absoluto dominio del lenguaje, emprenden esa búsqueda (individual o colectiva, eso lo mismo da) de lo sagrado que en algunos casos los conducirá a la marginación y la locura y en otros al reconocimiento y la admiración de un puñado de lectores. Solo esos, “los aniquiladores de las convenciones y las verdades asentadas”, y solo en algunos casos, serán capaces de sobrevivir literariamente; tendrán acaso la posibilidad de llegar a las manos de los lectores dentro de cien o doscientos años. Serán los autores de nuestra época que se leerán en el futuro para desentrañar nuestras miserias y nuestras torpezas, y tal vez así comprender las propias bajezas y contradicciones que padezcan los seres humanos del mañana. Como siempre ha pasado por otra parte. Esto no es nada nuevo y viene ocurriendo desde los primeros días en la historia de la palabra escrita, desde los primerísimos textos sumerios.  

Les dejo “con el escritor del fin del mundo”, con alguien que podría resumir en sí mismo todo el legado literario que el ser humano ha alcanzado hasta llegar a nuestros días, con un curioso pasaje radical de este híbrido de cultura, esplendoroso y complejísimo que es “Y Seibo descendió a la tierra” 

El domingo transcurrió como un espanto que se posa sobre el hombre y no lo suelta, que lo mastica y lo consume y lo muerde y lo desgarra, porque ese domingo no quería ni empezar ni continuar ni terminar nunca, y a él siempre le ocurría lo mismo, odiaba los domingos, mucho, muchísimo más que los otros días de la semana, cada día poseía algo que atenuaba un poco, aunque solo fuese por unos instantes, la angustia de comprobar que todo resulta insoportable, pero los domingos no mitigaban en absoluto esa angustia, y lo mismo sucedía también allí, en España, en vano era Barcelona diferente de Budapest, en vano era todo diferente porque, de hecho, nada era diferente, el domingo se posaba también allí con todo su terrible peso sobre el alma, no quería comenzar, no quería progresar, no quería acabar” . 

Viene incluido en el segmento titulado: “Así nació un asesino”. Pero en realidad podría haberse titulado “Así nació un escritor”, porque blandiendo el cuchillo jamonero entre los dientes es como nace la literatura perenne que sacude los cimientos. El resto es perder el tiempo. 

Hasta otra. 

«El hombre ajeno», de David Pérez Vega

«Le interesaban las vidas rotas de escritores, sus trayectorias truncadas, las caídas en los pozos del alcoholismo y la desgracia, la incomprensión de su obra, su deslizamiento hacia trabajos inferiores y ajenos a su talento».

Confieso que a veces siento mucha pereza de leer a autores actuales. No porque no crea que no existe calidad. Bien sé que el mundo editorial está patas arriba y que lo marginal y lo semidesconocido es lo que tiene más validez hoy a nivel creativo, sino porque acostumbro mucho a releer y eso no me deja mucho tiempo para, aparte de las novedades ineludibles de mis consagrados y favoritos, leer a autores vivos.

A David Pérez Vega llevo siguiéndolo un tiempo. Leyendo sus reseñas literarias y viendo de vez en cuando sus aportaciones por su canal de YouTube. Por eso intuía de antemano, coincidimos en algunos gustos literarios, que no me iba a disgustar.

Aprovechando un viaje tedioso me compré una versión digital de una de sus obras, “El hombre ajeno”, su segunda novela, editada por la editorial canaria Baile del Sol, y empecé a leerla sin tener de antemano casi ninguna referencia sobre la obra. Básicamente ninguna, salvo la sinopsis del propio libro.

Me he llevado una grata sorpresa de descubrir a un apasionado narrador. Porque sí, pues igual que hay escritores para los que el lenguaje y el estilo lo son todo, también los hay con gusto y elegancia por narrar, por contar una historia, como se suele decir, y creo que sin sacar conclusiones (leer una sola obra de un autor es muy poca cosa) podría no estar muy mal desencaminado. David Pérez Vega es un narrador genuino y con algo que no suele ser muy común en la literatura actual en lengua castellana: con unas preocupaciones sociales visibles y latentes.

De hecho, asistiremos a los devenires profesionales y sentimentales de jóvenes del extrarradio, lo que se suele conocer (sobre todo en Francia) como suburbios, y aquí aun siendo casi lo mismo o muy parecido pues se le suele nombrar con otros epítetos, quizá queriendo disfrazar y ocultar la realidad del asunto: barrios de obreros receptores de inmigración en los que se trabaja mucho y muy en precario, se cobra poco, y se tienen pocas o muy escasas expectativas en la vida. Carne de cañón para el capitalismo feroz e inmisericorde que nos asola. El autor no se anda con remilgos ni edulcoramientos y ya la primera parte de la novela se titula “El viento del suburbio”. Se refiere a todo ese entorno del sur de la comunidad de Madrid, eminentemente obrero; pero los hay similares en todas las grandes ciudades, por lo que son perfectamente reconocibles.

Una de las cualidades de David Pérez Vega es que parece un autor que da la sensación “de que pisa el terreno”, que conoce bien esos barrios, por lo cual el marco geográfico está conseguido y es perfectamente reconocible. Sin duda para el realismo social y literario, que creo que el estilo al que podríamos asociar esta obra, eso es fundamental. Y es algo que consigue el autor de forma notable. Por otro lado, la prosa es clara y nítida, resultante de un trabajo previo de poda.

Quizá por su condición de profesor, o quizá por sus veleidades y gustos literarios, los protagonistas suelen provenir del entorno universitario o han cursado estudios de filología o filosofía y se encuentran, a la vez que haciendo la tesis, en trabajos basura de carga y descarga o de teleoperadores. Esto le sirve a David Pérez Vega para hablar de literatura y establecer un puente de conexión entre el personaje principal, Juan, y los gustos literarios del propio autor. Esto es muy Bolaño, podríamos decir. Se citan autores muy conocidos como Mario Vargas Llosa, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro, y otros más malditos y cercanos a la leyenda como Roque Dalton y Héctor Meier Peláez, este segundo (creo) ficticio, a la manera o parecido de ese personaje espléndido de Roberto Bolaño que fue Benno von Archimboldi (2666), en realidad el soldado prusiano Hans Reiter, o cualquiera de los poetas desaparecidos y errantes que pululan en “Los detectives salvajes” y en otras obras del escritor chileno.

A través de la figura de Héctor Meier Peláez nos adentraremos en el corazón de la violencia salvadoreña, que es como decir en parte de la violencia de todo un continente. Este poeta-guerrillero, que tanto tiene que ver con la figura de Roque Dalton como con el universo de influencia literario de Bolaño, irá creciendo a lo largo del libro.

Al hablar de poetas y escritores salvadoreños yo tenía muy presente al autor que más he leído de ese país, Horacio Castellanos Moya, uno de los pocos autores salvadoreños a los que suelo leer habitualmente y del que conozco y he leído, al menos que yo recuerde ahora, cinco libros. Destaco dos de ellos: la mordaz y espléndida “El asco. Thomas Bernhard en El Salvador” y “Con la congoja de la pasada tormenta”, que es una reunión de casi todos sus relatos, algunos espléndidos. De los demás autores salvadoreños tengo lagunas tremendas, salvo del poeta Roque Dalton, cuya leyenda y muerte por sus propios compañeros revolucionarios sigue siendo a día de hoy un escándalo.

Dividida en tres partes creo que el ensamblaje de las mismas no resulta del todo muy conseguido, y me parece lo más deficitario en el libro, sin que eso desmerezca el conjunto, que se lee con agrado e interés. Me ha resultado mucho más interesantes las partes de la vida de Juan, con familia ochentera y currante y un hermano caído en la drogadicción, aparte de la relación del protagonista con su amigo Rafa y con una inmigrante ucraniana, Irina, que las partes digamos dedicadas a la tesis sobre el poeta salvadoreño, con la inclusión de su primo. De alguna manera las piezas no quedan del todo encajadas, o al menos esa sensación tuve durante la lectura.  También es verdad que no es lo mismo leer un libro en versión digital que leerlo en el formato libro de toda la vida, y no sé si esto tiene que ver algo con mis sensaciones.

No obstante, el libro se lee con interés y es recomendable para cualquier lector. Yo, al menos, la recomiendo con entusiasmo y me agrada descubrir a narradores que en vez de dejarse guiar por lo que a la industria editorial le interesa lo hacen por sus influencias y gustos y obsesiones. Ese es el camino para hacer buena literatura y no productos perecederos de consumo rápido. Ojalá todos los que escribimos tuviésemos esto tan claro como sí parece tenerlo este autor. La autenticidad es el único camino digno. Yo, al menos, así lo veo y lo considero.

Título de la obra: El hombre ajeno

Editorial: Baile del sol

Canal de YouTube: @DavidPerezVegaBienvenidoBob

Hasta otra.

«El imperio comanche»

Llegaron en pequeñas oleadas desde el norte. Aprovecharon los pasos de las montañas Sangre de Cristo para alcanzar las tierras del sur. Se habían separado del tronco de los shoshone, posiblemente buscando bisontes y caballos. Los primeros que se toparon con ellos fueron los utes y pese a las palabras que utilizaron para nombrarlos, “el que siempre quiere pelear”, “el que siempre se opone”, no tardaron en hacer las paces sellando una unión que modificaría toda la geopolítica en los territorios del sur, esos que limitaban con las extensas praderas, entonces ocupadas por un conglomerado de grupos apaches que eran semiagrícolas, y al sur con Nuevo México y Texas, bajo el dominio español.

Los primeros registros de que algo anómalo estaba ocurriendo en la frontera más septentrional del Imperio Español datan de 1706. Solo diez años más tarde, la alianza de los Utes y de los que después serían conocidos como comanches, numunu para ellos mismos, asolarían el oeste de la Apachería y todo el norte de las posesiones españolas con continuos asaltos buscando caballos y armas, esclavos y alimentos. El precario equilibrio español estaba a punto de derrumbarse.

Hace muchos años que leí este ensayo, El Imperio Comanche, escrito por un historiador finlandés de nombrecito casi impronunciable: Pekka Hämäläinen. En estos días me he visto casi en la obligación de releerlo tal asistir a un cúmulo de idioteces “supuestamente históricas” en las redes sociales.

Algunos aprovechan la historia para hacer ideología, olvidando que los sucesos históricos tienen su propia idiosincrasia. Poner unos documentos de alianza entre comanches y españoles (con los nombres indios castellanizados) para arremeter ante la violencia de los angloamericanos auspiciando las bondades patrias y el integramiento que tuvieron es no tener ni puñetera idea de historia; o algo incluso peor: utilizarla, sola y exclusiva, para tus espurias intenciones.

El acuerdo tal existió, pero no fue tal y como se cuenta. Es más, no fue el único. Al igual que también existieron acuerdos y alianzas con los apaches; unas veces para luchar contra los comanches, y otras para intentar exterminar a los apaches, según la necesidad soplase. El imperio español en los territorios del norte adoleció casi siempre de financiación y cuando la tuvo se desperdició en misiones muy alejadas para ser efectivas y en multitud “de regalos” hacia los comanches para “comprar su paz” y evitar el saqueo. Ni uno ni lo otro fueron muy efectivos.

Tras la llegada de los comanches y la alianza con los utes aconteció un periodo de treinta años en los que los comanches, mejor preparados y con más caballos, exterminaron la Apachería del norte: apaches jicarillas, palomas, carlanas, cuartelejos, etcétera, sufrieron no solo la invasión de sus rancherías (la mayoría de ellos tenía una economía semiagrícola adaptada de los indios Pueblo), sino que no contentos con esos esclavizaban a sus mujeres y niños. Luego los vendían en las ferias de los pueblos de Nuevo México y Texas, ante la pasividad de las autoridades españolas, que sobre el papel tenían la esclavitud prohibida, pero que en realidad se lucraban con ella en mano de obra barata, tanto para las minas de Zacatecas y otras regiones, como para las haciendas de los nobles. Hubo hasta envío de esclavos apaches a las lejanas plantaciones de tabaco de Cuba, así que imagínense.

El enfrentamiento entre los comanches y apaches fue de una violencia sin parangón. Y detrás de ello no solo existía rencillas mutuas, sino la búsqueda y control de los enormes pastos para los bisontes y los caballos que tenían entonces los apaches. Y no solo eso: conquistar y poner en fuga a los apaches abría las puertas al maíz y las verduras de los indios taovaga y a todas las manufacturas francesas del otro lado. Tal y como señala el historiador finlandés: “fue una guerra por la posesión de los hidratos de carbono”. A tal punto llegó la desesperación que algunos apaches solicitaron ayuda a los españoles y prometieron incluso “recibir las aguas del bautismo”. España se pensó mucho cómo actuar. Por una parte, le interesaba esa alianza apache-española, sobre todo para frenar las ansias de expansión de los franceses desde sus puestos comerciales en la Luisiana (que posteriormente fue incluso española durante un pequeño periodo de tiempo). Tanto se lo pensaron que incluso mandaron algunas expediciones para ver qué se estaba cociendo en la frontera norte.

Las expediciones mostraron la verdad del asunto: los comanches dominaban y exterminaban al resto de pueblos indígenas a su antojo, y los españoles no tenían recursos suficientes para frenarlos. Para colmo, los apaches del sur (faraones principalmente —mescaleros para hacernos entender—), aposentados en sus recónditas rancherías de las Montañas Sandía, visto lo que les estaba ocurriendo a las otras naciones apaches comenzaron a convertirse en auténticos guerrilleros que en pequeños grupos asaltaban los ranchos y las haciendas del norte y el este de Sonora, de Chihuahua, Cohauila, etcétera, buscando caballos, ganado, armas y comida, ya que habían perdido el acceso a las praderas y al comercio de la caza de bisonte, aparte de todas las verduras que comerciaban con las naciones apaches del norte, lo cual era primordial para casi todos los pueblos de la zona para su propia subsistencia.

Al final, tras algunas decisiones contra los comanches que solo empeoró la situación española, Tomás Vélez Cachupín, tanto en su primer mandato como en el segundo, se vio obligado a firmar la alianza, pero no con los apaches, sino con los comanches, buscando poner freno a las acometidas apaches del sur, y, al mismo tiempo, un periodo de paz para los pueblos de Nuevo México, que se habían visto asaltados por los comanches tras prohibírseles comerciar en sus ferias. Esa es la verdad del asunto. España no firmó una alianza con los comanches por “sus buenas intenciones morales” y “porque respetase a las naciones indias más de lo que luego lo hicieron los angloamericanos”, es decir: nada, eso es una patraña como una casa, sino porque la situación de las posesiones españolas en Nuevo México era tan precaria que los comanches si se lo hubiesen propuesto podrían haber expulsado a los españoles; y también porque el asalto tan al sur de unos cada día más desesperados apaches estaba desequilibrando la situación en el mismo corazón de la Nueva España. Lo hizo por pura necesidad estratégica y de supervivencia. No hay más.

En Texas tardó mucho más en llegar la paz. Puesto que los colonos y los apaches lipán habían llegado a un acuerdo para defenderse mutuamente de las acometidas comanches. Eso desembocó en una mayor ira de los comanches que asaltaron y quemaron todo lo que pudieron, incluidas misiones aparentemente bien fortificadas. Al final, los apaches lipán huyeron hacia el sur y los españoles volvieron a llegar a un acuerdo con los comanches de no agresión y comercio mutuo. Tan enormes eran las caballadas y la carne de bisonte y las cabezas de ganado y los esclavos que los comanches poseían que económicamente tanto Nuevo México y la Texas española no hubieran podido sobrevivir “sin sus mercancías”. Es más, los habitantes de estas dos regiones, llamémosle Provincias Internas según una nomenclatura de la época, preferían en la mayoría de las ocasiones negociar y tener las puertas abiertas a los comanches que a las propias tropas españolas. De ahí nació una colaboración mutua y una mezcla racial y socioeconómica (sobre todo en Nuevo México) del que derivaron en lo que posteriormente se vino a llamar “los comancheros”.  Esa es la verdad del asunto. Se habían convertido en dependientes “del poder comanche”. Y estos asaltaban y negociaban según sus propios intereses. De hecho, cuando llegaron los comerciantes americanos a los antiguos puestos avanzados de los franceses proporcionaron mejores armas a los comanches de las que tenían las propias tropas españolas; a cambio los comanches ofrecían lo que tenían en abundancia: caballos, ganado, pieles de bisonte y todo lo que conseguían en sus ataques relámpagos. No era raro que tanto en Taos como en otras ferias de Texas y puestos comerciales los comanches vendiesen los mismos caballos que les habían robado. Sus caballos propios jamás entraban en el negocio, puesto que eran como de la familia y eran mimados y mezclados para obtener las mejores caballadas.

El ensayo va mucho más lejos de lo que yo lo voy a hacer en esta reseña: abarca toda la historia de la Comanchería, con momentos de absoluto dominio y otros menos afortunados, ya que al depender de los bisontes y de los caballos cuando los bisontes comenzaron a quedar diezmados, parte sobreexplotación india, parte divertimento del avance civilizatorio, o cuando llegaron periodos alargados de sequía y la hierba no brotaba con su habitual fuerza en las praderas, su economía sufría muchísimo. Las epidemias de viruela y de cólera hicieron el resto.

Cuando los americanos llegaron para aposentarse y arrebatarles sus territorios los comanches no eran ni sombra de lo que antes habían sido. En sus mejores momentos se calcula que la población comanche podría haber superado los cuarenta mil habitantes. No se cree que cuando comenzó la expansión americana quedarán más de cinco mil. Eso sí, conocieron un pequeño renacimiento a mediados del siglo XIX, que casi da por traste a todos los habitantes de Texas y a todos sus caballos, pero fue solo un pequeño fulgor de lo que habían sido en antaño.

Los americanos tuvieron mucha suerte de encontrar tanto a los comanches como a los apaches muy diezmados por siglos de violencia y por las terribles epidemias y patógenos occidentales que asolaron a los pueblos indígenas. Una cosa parecida pasó en el norte con “los temibles” Pies Negros, tanto a los americanos como a los canadienses, pero esa es una historia que tal vez rememore en otra reseña, porque tuvo un contenido de heroicidad y épica que solo puede equipararse a lo vivido por los últimos apaches libres.

No hagan caso de los que utilicen la historia para soltarles su rollo interesado e ideológico. Su panfleto y su basura. La historia es tal y como es y la naturaleza humana siempre ha sido capaz de lo mejor y de lo peor. En todas las latitudes y en todos los siglos. Nuestro planeta está cubierto de sangre y de asesinatos, de vergüenza y oprobio en toda su extensión, y al mismo tiempo de actos heroicos y desprendidos, de creatividad y de arte. Y así será hasta el final de nuestros días sobre la tierra.

Nuestro progreso tecnológico nada tiene que ver con el progreso emocional de los seres humanos. Básicamente seguimos siendo los mismos idiotas que hace miles de años. Y no hay esperanza alguna que en el plano colectivo avancemos demasiado. Eso sí, nuestra capacidad para la supervivencia y la aniquilación está más que demostrada a lo largo de la historia. A saber, qué será de nuestro futuro. No esperen demasiado de los descendientes de esos monos presuntuosos que se izaron hace ya «la tela marinera de un mogollón de años». A pesar de estar “alzados y en pie” todavía no hemos sabido abrir los ojos en derredor, más que para satisfacer nuestros propios deseos.

Hasta otra.

«El libro de nuestras ausencias», de Eduardo Ruíz Sosa

Le costó mucho comprender, después de un tiempo, que lo que buscaba no era un cuerpo, era una voz

monstruo la voz

que puede vivir sin palabras

que no es

ni carne ni ausencia de carne

es un músculo, nos llama sin lengua ni dientes, camina con nosotras sin tocarnos no es un eco sino una sombra viva ellos la voz y nosotras el cuerpo que sigue vaciado como un caracol pero muerto

si nada queda del cuerpo, ¿qué hacemos?

Un desaparecido es una voz sin cuerpo, decía la primera

rastreadora;

y que los ausentes dejan rastros

Ellos mismos son un rastro, es verdad, pero todos vamos llenos de objetos siempre, cargamos con enseres y utensilios, las llaves de la casa el teléfono un encendedor de metal que dura más que los rasgos de la cara el reloj o los zapatos o los calzones o un pendiente que se desprende de la oreja con

la sequedad de la tierra

son cuerpos lo que deseamos, decía

pero hay que aprender a buscar lo otro

porque hasta el recuerdo se corrompe

De un tiempo a esta parte vengo escuchado y leyendo cosas muy positivas de un escritor mexicano llamado Eduardo Ruíz Sosa. Un escritor relativamente joven (nació en el 83, en Culiacán) y actualmente reside en Cataluña. Hasta el momento ha publicado tres libros en nuestro país: “Anatomía de la memoria”, que nació gracias a la beca de creación literaria Hans Nefkens, editada en Candaya; el libro de cuentos “Cuántos de los tuyos han muerto”, también en Candaya; y esta novela que nos ocupará hoy, “El libro de nuestras ausencias”, una vez más editada en Candaya, y mi primer acercamiento lector a este singular autor.

Lo primero que hay que decir sobre esta novela de casi quinientas páginas es que va sobre la violencia del norte de México. Un tema que se ha tratado en numerosos libros y que casi ocupa un género en sí mismo. Sin embargo, por el tratamiento de la prosa y los delgados hilos de ensamblaje que ha utilizado, podría asegurar que es uno de los libros más originales que se han escrito sobre el tema.

Es difícil ser original en estos tiempos; pero aún más difícil es innovar en el lenguaje, porque lo que primero llama la atención es su prosa, sin puntos y quebrada, en un ejercicio sostenido de aliento lírico, en el que los tiempos históricos se van mezclando a través de voces de lo que no son personajes al uso, sino fantasmas y muertos, (en realidad, si se pone a uno a pensarlo, todos los personajes literarios son siempre fantasmas, en todo caso, como mucho, proyectos de esqueletos verbales; títeres del hilo de las obsesiones; espantapájaros sin tanta energía vital como la de ese magnífico cuento de Nathaniel Hawthorne), ausencias en definitiva, en lo que sin duda podría catalogarse de poema en prosa. ¿De qué manera se podrían manifestar los ausentes sino con esta prosa fragmentada, profunda y quebradiza, como pequeñas lajas que arrastra la corriente del tiempo? Su estilo es tan avasallador que las imperfecciones que puedan asomar a la novela quedan aplastadas.

El hilo del tiempo no transcurre al uso de lo habitual en la narrativa, sino que se entremezcla en la búsqueda de los desaparecidos, y lo mismo asistimos a una pequeña inmersión histórica del pasado novohispano que a tiempos más reconocibles y modernos. Lo que se trata de lograr es dar voz a esa cantidad de ausentes y asesinados; no nos olvidemos de los feminicidios, las víctimas del estado y las de los narcos, en una radiografía de la violencia que supera los siglos en un auténtico torrente de sangre. Y todo eso aliñado en una tradición literaria que sigue profundizando en la particular relación que establecen los escritores mexicanos con la muerte, léase a Juan Rulfo, Elena Garro, Octavio Paz, Agustín Yáñez, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, Jorge Ibargüengoitia, Roberto Bolaño (que no era mexicano pero vivió parte de su juventud allí),  y los maravillosos y no muy conocidos por el público europeo Gerardo Cornejo y Jesús Gardea, etcétera.

Bien recuerdo que mis esfuerzos narrativos sobre el norte de México dieron a luz tres novelas y un buen número de relatos que a día de hoy (casi todos) permanecen inéditos. Por lo general las editoriales españolas suelen ser muy reticentes a editar nada que se salga de sus habituales y manidos “ecosistemas”; pero me sirvieron para explorar esas huellas de la violencia que nacen (en parte) de una profunda desigualdad que se arrastra desde los días del novohispano, mi estudio de los abigeos y de las rutas que utilizaban para saquear las cabezas de ganado y los caballos en los ranchos así me lo confirmaron (si bien mis pesquisas abarcaron los actuales estados de Chihuahua, Coahuila, un poco Sinaloa, por supuesto el norte de Sonora, más bien la sierra de la Huachinera, Guachinera en el novohispano, que es limítrofe con el estado de Chihuahua y en la que se podría decir que he vivido espiritualmente; Durango y Zacatecas no se escapaban, pues su peso de esclavismo en las minas durante el novohispano era como un terrible foco vector; el otro, el de “la resistencia proscrita”, hablamos desde mediados del siglo XVIII a las primeras décadas del XIX, estaba localizado en el terrible Bolsón de Mapimí, habitual laberinto árido y agreste en el que convivían abigeos e indígenas, que unas veces separados y otras en comunión se refugiaban allí tras sus asaltos abigeos); curiosamente esas mismas rutas que de una punta a otra utilizaban las partidas de abigeos e infidentes, también los indígenas, ya fuesen lipanes, mezcaleros, yaquis, seris, o partidas de comanches que bajaban al sur en peregrinación saqueadora, están a día de hoy también salpicadas de violencia y pobreza, como si el tiempo tal y como lo concibe Eduardo Ruíz Sosa solo fuese uno y no muchos, como si las décadas y los seres viviesen y muriesen en un mismo ciclo de violencia que es siempre el mismo, aunque cambien las fechas y los siglos y las prendas y los aparatitos de los que nos valemos en el día a día, como si todo fuese igual y no hubiese esperanza de que cambiase nada. Y da igual que los hechos o las voces se manifiesten alrededor de un teatro (en realidad una cárcel en Sinaloa), porque los ausentes y los asesinados y las fosas y los familiares que buscan a sus muertos están por todos lados en el norte de México.

Es realmente elogiable el esfuerzo estilístico de este libro, que no van a saber disfrutarlo muchos, puesto que tiene una dificultad intrínseca en su magnífico uso del lenguaje y de las voces narrativas que lo convierten en un libro especial y distinto: hermoso, cruel, lírico, y hasta duro de asimilar. Desde luego la ambición literaria que demuestra está muy por encima de lo que se suele encontrar por lo habitual. Justamente desde Daniel Sada no leía a un autor tan radical en el uso del lenguaje. Y eso es decir mucho.

Puede que la inclusión explicita de José de Gálvez no esté todo lo bien perfilada que debiera, o que llegue demasiado tarde en el libro. Pero ese gran estilo que tiene, como afirmé al comienzo de la reseña, se impone a todo. Y al final es lo que queda. 

Por último lamentar el recién fallecimiento de Paco Robles, que junto a Olga Martínez fundaron y han sido Candaya. Una editorial imprescindible en nuestro panorama literario y que ha servido de puente a muchos escritores latinoamericanos, como es el caso del magnífico Eduardo Ruíz Sosa.

Que la tierra le sea leve.

Reseña de «Tras los versos del Capitán Veneno»

“El mar, la mar, el mar de Cádiz 

    es la pasión pura y primera 

    que a un gaditano cualquiera 

    desde niño tantas veces 

    lo fascina, lo estremece, 

    lo enloquece y lo envenena. 

    Descalzo frente al horizonte, 

    correteando ante el Atlántico. 

    Investigando en las arenas, 

    Tirándose desde los puentes. 

    De la Victoria a la Caleta, 

    alzando el puño en cada roca, 

    bailando con cada sirena, 

    de la Caleta a la Victoria. 

    Y haciendo lanzas con las cañas 

    y atragantándose de sol y sal, 

    Bendita el agua y su importancia 

    que es el veneno de la mar”. 

                                                      “La banda del Capitán Veneno” 

A menudo suelo reseñar libros vanguardistas de literatura. Por lo general obras de estilo y voluntad complejas que abren (o yo considero que abren) brecha entre la literatura más comercial y la literatura que imperará (o sobrevivirá) en el futuro. A veces pueden ir de la mano, pero no suele ser lo habitual. Hay una distancia cada vez mayor entre la literatura de lo que se suele llamar “el gran público” y la literatura de una minoría para una minoría asqueada de tanta mediocridad. 

   Curiosamente en el carnaval de Cádiz está ocurriendo al contrario: un arte que emana de lo popular y cuyo principal motivo es honrar a lo popular se está elevando a las cotas más excelsas. Y no es un hecho aislado que podamos apreciar con la obra de Juan Carlos Aragón; tal vez él sea por su formación filosófica y por su singular mezcla libertaria el que lo ha llevado más lejos, pero si hacemos memoria (por poner solo unos ejemplos) ya hace unas décadas existieron autores con una clara y evidente calidad literaria: Pedro Romero, con esa capacidad suprema de redondear y finalizar sus pasodobles, y el mítico autor y compositor José Luis Arniz, cuya vida carnavalesca y bohemia daría para una enciclopedia. Autores valientes que escribieron lo que quisieron sin cortapisas. 

   Por lo general, pese a esa vinculación que yo pueda sentir hacia el tipo de literatura que suelo reseñar, no me supone un esfuerzo emocional tener que hablar sobre esos libros; hoy es totalmente es distinto, puesto que para empezar no voy a hablar de una obra de ficción, sino de un estudio literario sobre la obra de un autor de carnaval.  Y esto es realmente complicado, puesto que conozco desde pequeño gran parte de esas letras, las he cantado con los amigos y conocidos, las reconozco y ubico al instante, y de alguna manera han estado presentes a lo largo de mi vida. 

  

Recuerdo que cuando éramos unos adolescentes Juan Carlos Aragón, el autor en cuestión que Cristina Braza tan bien analiza en este estudio, pegaba su primer gran “pelotazo” con “Los tintos de verano”. Aquellas letras eran también nuestras, explicaban y formaban parte de nuestras salvajes y desordenadas vidas. La cantábamos en la playa al mediodía y por la playa por la noche y a todas horas. Aún hoy me sé el popurrí de memoria y recordarlo me hace sonreír. En nuestro grupo no conocíamos a Juan Carlos, pero esperábamos con ansias sus agrupaciones cada año y nos sentíamos muy cercanos espiritualmente, aunque fuésemos justo la generación que iba por detrás. Por entonces, Cádiz ya era lo que es a día de hoy y lo que casi siempre ha sido a lo largo de su historia: un pequeño y obstinado reducto de la alegría y de la cultura popular. 

   Por entonces Juan Carlos solo escribía chirigotas, pero era fácil darse cuenta de que pasodobles como los de “Las ruinas de Cádiz” o “Los Yesterday” dejaban asomar un talento literario muy por encima de lo habitual, y aunque él autor, por voluntad ácrata y por irreverencia se sintiera siempre un chirigotero, era en la comparsa donde su talento iba a llegar más alto. 

   Y vaya si brillo, pues con “Los condenados” y con “Los ángeles caídos” (que por cierto era el propio grupo que había estado con Martínez Ares un montón de años) dejó una honda huella en nuestros corazones. 

   Y si bien es verdad que raras veces se le premió en el concurso (si no recuerdo mal solo tuvo tres primeros premios en comparsas: “Araka la Kana”, “Los millonarios”, y “Los mafiosos”) también es cierto que sus letras eran de las que dejaban poso, y se podían seguir escuchando una vez pasado el carnaval. Es más, muchas letras inéditas que no se cantaron en el Falla eran mejores que algunas que se cantaron. Y es que muchas veces la presión de los propios grupos por alcanzar un premio y las propias normas del concurso que encorsetan la creatividad atenazan a nuestros mejores poetas. 

   Porque hay que decirlo bien alto: nuestros poetas son carnavaleros y son irreverentes. Y esto es algo que hay que agradecer a Cristina Braza: el equiparar la literatura con nuestras poéticas letras de carnaval. Explicar cómo la obra de Juan Carlos se asienta y fluye a través de la influencia que tuvo para él las obras de Antonio Machado, Pablo Neruda, los autores de la generación del 27 o los cantautores musicales. Y esto es así y se sabe si se ha sentido esta tradición desde la cuna. No hay distancia creativa ni de calidad entre una gran obra literaria y un buen pasodoble de carnaval.  

   Así que el libro va desmenuzando las letras de Juan Carlos y se van explicando las diferentes influencias y retoricas literarias utilizadas; la formación filológica de la autora es reconocible en este estudio y eso también es novedad porque no suele ser lo habitual. La elegancia en la que trata algunos aspectos de la vida de Juan Carlos mencionándolos, pero sin regodearse en ellos, simplemente comentándolos para explicar la hondura y los avatares emocionales de algunas letras, da testimonio del respeto de la autora hacia el desaparecido autor. 

   También a resaltar el modo como ha estructurado el libro: por bloque temáticos. Letras dedicadas al amor, a la libertad, críticas sociales y revolucionarias, odas…, etcétera. Me ha parecido muy inteligente. Porque al final el resultado parece similar a unos círculos concéntricos en lo que la enorme coherencia creativa de Juan Carlos sobresale en su brillantez y en su complejidad.  

   El libro se abre con dos pequeños prólogos que le dejan ya a uno “tocadito” por lo emocional, uno de ellos escrito por el propio padre de Juan Carlos, fallecido también recientemente.  

   No hace mucho estuve paseando por el barrio de La Laguna, el barrio más vinculado a Juan Carlos y el barrio en el que “secuestraron algunos años de mi vida” en eso que algunos llaman “escuela”. Recuerdo que iba andando y mirando bares pocos concurridos para tomarme un café sin que nadie me molestase. No estaba muy avanzada la mañana. En el camino luego hacia el Paseo Marítimo iba resonando en mi cabeza el pasodoble ese de “Cuando me vaya del barrio”. Y ese verso de “mi barrio es un continente donde cada calle es como una frontera que sin aduana lleva hasta la playa los niños descalzos” me recordó a mi infancia y toda la gente que hoy ya no está. Sinceramente creo que es lo mejor que un autor gaditano ha escrito desde Carlos Edmundo de Ory. 

   Ese Cádiz ya no existe. La mayoría de la gente o se fueron o están muertas. Nuestra juventud de sol y arena se extinguió como un sangrante atardecer de otoño. Yo tampoco estoy casi nunca y solo voy a Cádiz de muy tarde en tarde. Soy como una especie de nómada y extranjero en todas partes. Pero los pasodobles inmortales siguen reviviendo entre sus calles cada vez que transitas por ellas, y el mar sigue ahí, impertérrito, enorme testigo no solo de nuestras vidas sino de todas las vidas pasadas y futuras que vendrán.  

   Me gusta acercarme a la orilla y escuchar “a ese mar”, porque tengo la certeza que es nuestro primer y mejor profesor de música, aparte de nuestro mayor confidente. A veces pienso que si pudiera hablar y cantar (más allá de sus propios y reconocibles ritmos internos y naturales) nos cantaría coplas de carnaval por doquier, y entre ellas, por supuesto, muchísimas coplas de Juan Carlos.  

Por ejemplo, una como esta: